Hace poco que estuve de paso por Lima por motivos profesionales, tuve la oportunidad de conversar con diferentes personas de la sociedad limeña.

El primer tema que saltó al diálogo siempre fue el nuevo gobierno. Taxista, salonero, bartender, botones, abogado, empresario, amas de casa o políticos, la expectativa que les genera el presidente Castillo está a flor de piel y de lengua.

La certeza de que el castrochavismo gobierna desde Cuba, pasando por el estímulo oficial de la siembra de cocaína en territorio peruano (como estrategia para potenciar la economía), hasta la instauración de un régimen comunista en su más pura esencia, son las apuestas más extremas que escuché.

Por otro lado, hay criterios un poco más mesurados, de que Castillo al final se alineará al statu quo, como Ollanta Humala, y que nada cambiará, hasta algunos en el otro extremo de los primeros, que le auguran pocos meses de gobierno, porque “… ni las élites ni los militares le permitirán destruir al Perú…”.

La verdad, reconozco no conocer a profundidad a la sociedad peruana como para afirmar si esta politización de la temática diaria es de vieja data o producto de la ansiedad que ha causado la llegada al poder de un gobierno un poco diferente.

Lo que sí me queda claro, de la revisión de las ofertas de campaña, del plan de gobierno, y en general, del discurso del presidente y su círculo de poder cercano, es que van a intentar replicar las ejecutorias en otros países de la región, de sus antecesores colegas foropaulistas, afiliados al socialismo del siglo XXI.

Claro que la situación de nuestros hermanos peruanos no es, ni de cerca, la que nosotros vivimos en la década correísta, por varios motivos que voy a mencionar con la brevedad que exige esta columna.

En primer lugar, la preparación académica y atributos personales de Rafael Correa, gústenos o no, lo convirtieron en un monstruo político, quien, de no mediar el pésimo manejo de la economía y los excesos en todo sentido de su entorno, podría haberse quedado en el poder 30 años.

Castillo no tiene el encanto ni la química de Correa con las masas; tampoco tiene la capacidad política de gestionar todo lo que, ayudado por las élites que no lo vieron venir (o que sí lo vieron, pero con tal de llenar sus bolsillos, les importó un bledo el país), le permitió tomar el control de todos los poderes del Estado en relativamente poco tiempo. Tampoco tiene la mayoría abrumadora en el Legislativo con la que gobernó Rafael Correa.

Pero a mi juicio, el factor a favor más decisivo que tiene la sociedad peruana para resistir este potencial embate a su democracia es que ya tiene suficiente conocimiento, en función de las experiencias de Venezuela, Ecuador, Brasil y Argentina, por mencionar las más cercanas, de la hoja de ruta de esta franquicia y sus consecuencias, que inexorablemente impacta negativamente en la calidad de vida de sus ciudadanos.

Hacemos votos porque el hermano pueblo de Perú no transite por la ruta de la espada del socialismo del siglo XXI. (O)

@pxvr