El almacén de fertilizantes del señor Espinosa quedaba en la misma vereda del colegio y olía muy mal. Hasta la plaza y las viejas cúpulas de Santo Domingo y el mismísimo santo deben haber sentido aquel pungente olor que nos obligaba a cambiarnos de vereda. Pero a veces, solo a veces, pasábamos cerquita del almacén porque veíamos aparcada frente a su puerta la aparatosa y reconocible camioneta Ford, verde botella, de la tía abuela María Maldonado, “la Mariíta”.

La tía abuela era linda, era alta, amorosa y generosa. Siempre nos regalaba dos sucres. Yo la recuerdo con un elegante moño canoso templado hacia atrás y vestida como un granjero: camisa a cuadros de franela y un overall azul envejecido, tal vez de pana, tal vez de jean, o tal vez de ninguna de las dos porque es probable que me esté inventando su atuendo.

Liderazgo: síndrome de Hubris

Lo que sí es cierto es que la tía manejaba sola su hacienda: el Guanilín. Ahí vivía, cercado y luminoso, el árbol de tomate de árbol más grande, redondo y frondoso que he visto en mi vida. También los capulíes más altos y con los frutos más grandes y jugosos que haya probado.

A veces Mariíta hablaba quichua, pero generalmente se dirigía a los campesinos con sus modismos y palabras. El término “qué diciendo” era sinónimo de “por qué”, por ejemplo. El término “qué haciendo” era sinónimo de “cómo así”, “a cuenta de qué”. A mí me gustaba esa manera de hablar, pero si mamá nos oía hablar así, sacaba su artillería pesada: sus ojazos negros y sus pestañotas que nos apuntaba entre ceja y ceja.

La desconfianza

En una ocasión el mayordomo del Guanilín esperó a la tía abuela con la noticia de que el toro reproductor se había muerto. En un intento por saber la causa de la muerte, ella le preguntó:

—¿Qué diciendo murió? A lo que el hombre contestó: —Decir, ca, no dijo nada; echando, ca, murió.

¿Qué diciendo dejó su acomodada vida de abuelo y de padre y de compañero, para meterse en los avatares de la política?

En estos días en que el país atraviesa por una azarosa, intensa y oscura actividad política, con el presidente Guillermo Lasso internado en el Hospital Militar por una infección a las vías urinarias (después de dos episodios de COVID-19 y una rotura del peroné), yo he tenido la dicha y la suerte de poder visitar a mi nieto. De estar con él, de disfrutarlo, mimarlo, leerle todos los cuentos posibles y verlo crecer, aunque sea por dos semanitas. Escuchar su impertinente español de erres alargadas. Disfrutar su fanesca de lenguas cuando dice ‘Achachay, mami, qué frío, it is so cold’. O cuando luego del baño me dice: ‘Agüella, grandma, yo soy chirisiqui’.

Este disfrute infinito, mezclado con la paz, la limpieza y la amabilidad del entorno han traído a mi mente una interrogante, ¿qué diciendo el señor Guillermo Lasso quiso ser presidente? ¿Qué diciendo dejó su acomodada vida de abuelo y de padre y de compañero, para meterse en los avatares de la política? Ciencia que, demás está decirlo, desconoce más que yo el intrincado mundo del señor Baldor y su binomio cuadrado perfecto. ¿Qué diciendo alguien como él se mete en arenas movedizas en las que no tiene idea cómo no hundirse?

No tengo una respuesta, solo una pregunta más, presidente Lasso: ¿le gustan los deportes extremos o le ganó la vanidad? (O)