Salimos a comprar un regalo y desde lo alto de sus seis años me dijo: Yo quiero que me regalen a mí. Nos sentamos en el parque lineal del Salado y conversamos. A mí también me gustan los regalos, pero te diré que más me gusta regalar. Me paso horas, a veces días, buscando aquello que me parece le gustaría a la persona que quiero agasajar. Quiero decirle que pensé en ella con cariño, con amor, con respeto, con admiración. No importa que sea un detalle pequeñito, pero debo imaginarme la alegría que tendrá cuando lo reciba porque es algo que aprecia.

Pensé que no me iba a entender, pero me dijo sorprendida: a mi abuelo le gustan los caracoles y la brillantina y el perfume. También le gustan los sombreros. Así que se puso a buscar caracoles entre las hierbas, los acomodó en medio de lechugas y en una cajita de cartón previamente decorada, a la que hizo agujeros para que su sorpresa no se muriera. No fue fácil mantenerlos en su lugar. Al amanecer, sonriente, despertó a su abuelo y le obsequió con mucha luz en sus ojos, los caracoles.

Fue el origen de varias catástrofes posteriores. El abuelo estaba encantado con el criadero de caracoles, que puso en el pequeño patio de la casa. Pero no había muro infranqueable para este animalito que lleva su casa a cuestas. Se metían por las ventanas, en los cuartos, en la cocina, en la sala. Al principio tenían nombres, después no podían reconocerlos, eran demasiados. Un día, un miembro de la familia que llegó con unas copas de más dijo que sabía que los caracoles se comían y sin pensarlo dos veces se preparó un estofado que le produjo una diarrea interminable, seguida de una alborotada discusión porque había desaparecido Arturo, así se llamaba el más grande de ese parque jurásico de caracoles. Se produjo una decisión sabia: juntaron todos los que se salvaron y pudieron ser ubicados, y se los llevó nuevamente a los jardines que bordean el Salado. Un suspiro de alivio colectivo inundó los muros de la casa. La anécdota de esos hechos forma parte de la historia familiar repetida muchas noches en víspera del Día del Padre.

Pero también quedó algo más profundo. Regalar es pensar en el otro con amor. Curiosamente he encontrado esa frase posteriormente como una definición de la oración, solo hay que reemplazar otro por Dios. Aunque Dios es totalmente otro, pero eso es harina de diferente costal…

Estos días han sido días de celebraciones y regalos para muchos. El Día de la Madre, del Niño, pronto se celebrará al padre. En época de pandemia, con tantas partidas y duelos inesperados, con tanto sufrimiento acumulado, con las crisis de parejas acentuadas por problemas de convivencia, de desempleo, de desajuste económico, será seguramente una celebración diferente.

Quizás más profunda, más íntima, más cercana a lo que significa su presencia paterna, o lo que nos duele su ausencia. Un día para agradecer a la vida, para valorar el amor humano, las relaciones que nos trajeron a este planeta y nos engarza en la inmensa cadena humana que ama, piensa, crea, cuida, construye, pero también es capaz de lo peor. El misterio inmenso de vivir y conectarnos a través de nuestros padres con el momento cero de la creación y de venerar a Aquel que la sustenta permanentemente. (O)