El sistema democrático, mejor republicano, consiste en que los ciudadanos aceptamos, vía elecciones, ceder ciertos derechos a un grupo de gobernantes (Gobierno, Asamblea, municipios) pero bajo el criterio, muy claro, de que siguen siendo fundamentalmente nuestros. Por eso, escribimos una Constitución cuya esencia es esclarecer cómo esos mandatarios no pueden abusar de su uso, y hay leyes que velan para que no exista arbitrariedad ni discrecionalidad en las acciones públicas, el llamado “Estado de derecho”. Los límites al Gobierno son esenciales, porque más que de democracia (atractiva pero peligrosa) se trata de preservar las libertades frente al poder colectivo.

¿Y, luego de ceder esos poderes, ya no podemos intervenir para evitar abusos? Claro que debemos y podemos. Uno, para eso hay el equilibrio de poderes: nos representan de manera diferente el Ejecutivo y el Legislativo, pero también el Judicial, y cada uno ejerce control sobre el otro… Quizás algo utópico en Ecuador, pero real. Dos, los medios de comunicación formales e informales (las redes sociales ahora) juegan un rol clave para procesar información que controla y nos defienda. Tres, las diversas organizaciones de la sociedad civil (gremios, cámaras, consejos estudiantiles, representación indígena, etcétera), que también actúan y velan. Cuatro, la propia dinámica de una sociedad que ejerce sus libertades de manera activa, a través de diversas formas de reclamos pacíficos que pueden darse en las calles u otros mecanismos. Cinco, las consultas populares, que son una forma efectiva de que el dueño de los derechos vuelva a expresarse. Y más.

En el interior de la Corte Nacional se analizarían los perfiles de quienes integrarían la terna de la que se designará al vocal titular y presidente definitivo de la Judicatura

Presión y críticas que se originan en redes sociales influyen en decisiones del Gobierno que evidencian su “falta de gestión política”

... el ‘más bravo’ (Conaie) se ha impuesto y apoderado de esa representación de los derechos de los demás.

Cuando poco de esto funciona, tenemos un serio problema de acción colectiva. Hay un vacío en las relaciones políticas que de alguna manera debe llenarse (como todos los vacíos, desde la vida sentimental hasta la física básica). Y esto se ha dado con la violencia en las calles: el “más bravo” (Conaie) se ha impuesto y apoderado de esa representación de los derechos de los demás. Es extremadamente grave, y lo sería igualmente si en vez de la Conaie fuera cualquier otra agrupación. ¿Cuál es su legitimidad? ¿Cómo es que la ley del más violento otorga esa potestad? ¿En qué quedan nuestros derechos si es que nuestro representante (el Gobierno electo) tiene que sentarse a establecer su hoja de ruta bajo la presión de violencia y terrorismo, y a ceder, por ejemplo, el manejo (manipulación) autónomo de la educación? ¿Cuándo hemos planteado que compartimos la visión del comunismo andino de Iza? En una sociedad abierta y plural, la Conaie debería ser uno de esos tantos actores de la sociedad civil que pugnan por que sus ideas sean aceptadas y procesadas. Uno más. Pero ahora parece ser el único, porque amenaza al resto de actores con chantaje y violencia. La sociedad abierta se convierte en la sociedad del monopolio de los violentos. No hay nada más arbitrario ni contrario al espíritu de las libertades.

¿Cómo enfrentarlo? Pues, con un Gobierno que no se sienta derrotado. Con una sociedad civil que reclame y exija su derecho a no ser sometida por la violencia, y a no aceptar lo que salga de esas mesas. Con la capacidad colectiva de reconstruir la política… Es un reto enorme, pero esencial. (O)