Las políticas identitarias –que colocan en primer plano la pertenencia a un grupo– ya no pretenden cambiar el mundo, como era el ideal de la política hasta hace poco, sino que quieren hacer que la sociedad se acomode a su exclusiva imagen y semejanza. Pero ¿cómo se consigue un mundo hecho a la medida de cada uno de estos grupos que, además, por su cerrazón, terminan enfrentándose entre sí? Estos grupos identitarios, al operar prácticamente como sectas, no comprenden que las diferencias son indispensables para apuntalar lo universal. La diversidad y la mezcla sostienen la posibilidad de cordura de una sociedad.

A partir de una documentación y una postura crítica impresionantes, la pensadora Élisabeth Roudinesco aborda estos problemas en su libro El yo soberano: ensayo sobre las derivas identitarias (Barcelona: Debate, 2023), preocupada porque el ser humano, para estas identidades, ya no es quien participa en el mundo, sino solamente aquel cuyas experiencias de grupo le definen un recorrido, como si las identidades fueran una camisa de fuerza. Al funcionar en tanto capillas, las identidades han derivado en una hipertrofia del yo, en la que cada uno se ve a sí mismo como rey, y no como parte de una amplia colectividad.

Roudinesco cuestiona el “exceso de reivindicación de sí mismo”, ese “deseo loco de no mezclarse con ninguna comunidad distinta de la propia”, porque, en algún momento, todos se vuelven contra todos en las comunidades definidas por la identidad: los homosexuales, los indígenas, los feministas, los negros, los transgéneros, los poscoloniales, los subalternos, los transexuales, los árabes, los discapacitados, los blancos… Pero cada uno puede ser portador de varias identidades, pues la condición humana es ser múltiples. Se es ingeniero, pero, además, se tiene una ideología, una posición social y económica, un tipo de familia, etc.

“Cada cual puede cultivar libremente su identidad siempre que no pretenda convertirla en un principio de dominación”.

Si nos hacemos con atención y cuidado la pregunta ¿quién soy yo?, veremos que esta nos lleva a sentir las interconexiones que tenemos con los otros y con el universo mismo, que nos muestran a cada instante que no estamos aislados, que todo se relaciona con todo en nuestro día a día. Y que la vida va moviendo también nuestras identidades, que no son únicas ni fijas, sino muchas y cambiantes. Por esto debemos evitar la guerra de las identidades, en la que no interesa el bienestar del conjunto de la sociedad –pues allí moran individuos ‘enemigos’ que no comparten un mismo sesgo identitario–, sino conseguir las reivindicaciones de cada grupo.

Según Roudinesco, los conceptos que defienden estas identidades, expresados casi siempre en jergas inentendibles, se vuelven catecismos que están llevando a ciertos desvaríos en la esfera pública, por lo que debe preferirse fomentar la igualdad ciudadana universal y no el pertenecer a una comunidad cerrada, pues se puede ser uno mismo sin estar en un grupo de pertenencias identitarias o incluso sin fijarse en algún territorio. Cada uno de nosotros está sumergido en una cultura y no en una tribu exclusiva: “Cada cual puede cultivar libremente su identidad siempre que no pretenda convertirla en un principio de dominación”. (O)