En un momento del documental de Jeff Orlowski, El dilema social, Tristan Harris, alude a la película Matrix, de los hermanos Wachowski. Harris es un crítico de la injerencia de las empresas de redes sociales y tecnología en internet, y los problemas de atención digital que se han generado los últimos años en los usuarios. Luego de formar parte de Google, se apartó de la empresa y fundó el Centro de Tecnología Humana. Paralelo a este documental, es recomendable ver Coded Bias, de Shalini Kantayya, que da cuenta de la investigación realizada por Joy Buolamwini sobre las imprecisiones de la tecnología de Inteligencia Artificial en el reconocimiento facial biométrico, cuando la misma Boulamwini descubrió que los parámetros no la reconocían a ella por no ser blanca. Seguramente vendrán más documentales críticos sobre la utilización extrema de las tecnologías y los problemáticos algoritmos.

Pero volvamos a la alusión a Matrix. Harris expresaba la idea de cómo despertar de esa gran burbuja tecnológica de la que somos dependientes. En la película, el protagonista es un informático que acepta la invitación de un revolucionario antisistema -curiosamente llamado Morfeo, como el dios griego de los sueños-, a despertar de ese sueño que era su vida. Anderson termina desconectándose de una especie de burbuja amniótica en la que su cuerpo está literalmente enchufado. La película avanza en una saga con dos episodios más, donde el protagonista inevitablemente vuelve a conectarse para enfrentar a los enemigos. Finalmente, la saga derivó en una especie de metáfora borgiana del hombre soñado por otro hombre. Veamos que se contará en la anunciada cuarta entrega.

En cualquier caso, lo interesante es observar la necesidad de la crítica desde distintos puntos de vista sobre la injerencia y dependencia tecnológica, sobre su adicción tan absorbente, y de manera especial la radicalización tendenciosa de los subgrupos aislados que se generan en las redes sociales, que terminan generando algo parecido a esos aparatitos antiguos que se les ponían a los ojos de los caballos de las carrozas para que no desvíen la atención a lo que pasaba fuera de la carretera.

¿Cómo resistir o, mejor dicho, cómo tener bajo control estas herramientas? La adicción a puntos de fuga de la realidad, por más realidad que parezcan trasmitir, me recuerda siempre los casos de adicción a una tecnología que tiene siglos y que precisamente fue considerada como forma peligrosa para relacionarse con la vida. Me refiero a las novelas. Uno de los rebeldes críticos que señalaron esa peligrosa dependencia fue Cervantes. Paradójicamente, su crítica la hizo a través de una novela, el Quijote. Por supuesto, esta novela es mucho más que eso. El recurso de Cervantes a la adicción de su personaje por las novelas le permite poner en juego el contraste entre la visión subjetiva de cada individuo y el mundo concreto en el que vive, derivando en la resultante de una realidad específica: el choque de dos visiones. Así vamos y así seguiremos. Me recuerda un poco a Popper y Pasolini quejándose de la televisión, que quedó finalmente dócil y domesticada, y ahora a Jaron Lanier, el autor de ese libro desesperadamente imperativo titulado: Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato. Lanier es un personaje quijotesco en su idealismo.

La verdad es que no creo que vayamos a desconectarnos del todo. Quizá nos desconectará un gran apagón o sabotaje contra la red, pero durará unas horas o unos días. Entre los ciegos devotos a las redes y los críticos radicales que poco y más nos piden abandonar la ciudad e irnos a vivir a hermosas cabañas en remotos bosques, lo que nos toca es convivir y educar el criterio. Por supuesto, se advierte el abuso. Sorprende el número de niños que se irritan ante la dependencia de sus padres con los celulares. Así irán las generaciones, a la contra de las anteriores, percibiendo su saturación. Pero aún así no es una situación autorregulable. Ni mucho menos. Son urgentes legislaciones puestas al día respecto al manejo de datos de los consumidores. ¿Quién no está cansado de las reiteradas ofertas de empresas telefónicas o bancos que parecen haberse enterado de nuestro menor movimiento bancario para caer como aves de rapiña por un trozo de un pastel que han olido vaya a saber cómo?

Mi única y modesta resistencia son los libros, y la fatiga de las pantallas. Cada vez más se difunden investigaciones que señalan la lectura del libro en papel como la que permite retener más que el libro digital. Yo agradezco contar con libros digitales en un mundo con difícil difusión de ejemplares físicos, pero sigo recurriendo a mi lectura en el papel. Ese cuerpo del libro, esa posibilidad de palpar una escritura produce una especie de fijación que es, al mismo tiempo, un respiro. Y aquí es donde viene lo contradictorio: ¿no habían sido los libros, y concretamente las novelas, esa peligrosa adicción de siglos pasados? ¿Es que cada tecnología nos aleja de ese rincón secreto y natural de un bosque originario que ya no conocemos?

En la escalada de nuestra distancia o acercamiento a la naturaleza o el mundo, conviene tener presente que siempre tendremos una mediación, empezando por la de nuestros propios sentidos, y que el ser es sobre todo un “ser percibido”, como argumentaba siglos atrás George Berkeley. Esto no debe llevar a la resignación o al fatalismo, sino más bien a la conciencia crítica de lo provisional y precario de toda percepción y tecnología. Debe abrirnos a la curiosidad de las experiencias. Un escepticismo sano, una pausa, una equidistancia del mainstream ideológico, es lo que debemos reivindicar desde adentro de las experiencias tecnológicas. Y por supuesto un cara a cara, un encuentro físico que despierte las otras sensaciones -también precarias, erráticas o temporales- para sumarlas a un conjunto lo más amplio posible. Vuelvo una vez más al segundo aforismo de Kafka: “Todos los defectos humanos son impaciencia, una prematura interrupción de lo metódico, un aparente rodear con una cerca la cosa aparente”.