El presidente Lasso se ha hecho eco recientemente de un clamor que viven a diario los ecuatorianos con respecto al Poder Judicial. Ha hecho una propuesta con respecto a las atribuciones que tiene el Consejo de la Judicatura y a las tensiones que ellas provocan con la Corte Nacional. Aunque hay algo de razón en esta preocupación, el asunto amerita un debate más detenido. Una reforma, como la que se propone, tiene que someterse a un procedimiento de reforma constitucional, en el cual la decisión de la Asamblea será determinante. Debe recordarse que ni aun en los casos en que se planteen reformas constitucionales por iniciativa de la ciudadanía, si a los asambleístas no les gusta un proyecto de reforma, ella simplemente quedará archivada. Lamentablemente, esa es la posición de la Corte Constitucional. En vez de privilegiar la participación ciudadana en una iniciativa de más de 300.000 ecuatorianos que buscaba introducir, entre otros, cambios profundos en el Poder Legislativo, lo que hizo fue privilegiar el capricho de los asambleístas que no querían que el proyecto se someta a un referéndum popular. Probablemente los magistrados no cayeron en cuenta del efecto devastador que tendría esta incomprensible decisión. Hasta que la Corte no cambie semejante criterio, las reformas constitucionales no podrán pasar a consulta popular si a la Asamblea no le da la gana. (En el caso que señalamos, los asambleístas ni siquiera debatieron los artículos del proyecto propuesto por los ciudadanos auspiciantes…).

Pero esto no quita mérito a la preocupación del presidente Lasso de reformar nuestro pésimo sistema. Y creo que allí radica su importancia, en abrir un debate sobre los cambios que se necesitan. Lo primero que debemos reconocer es que reformar la justicia no es un asunto fácil. Para comenzar, como todo sistema, el judicial está compuesto de normas, de instituciones y de una cultura. Los tres elementos son esenciales. Pero probablemente el más relevante de ellos es el último. Y es que podemos introducir cambios normativos e institucionales en el sistema judicial, pero si no se aborda el factor cultural de nada habrán servido esas reformas. Por cultura entendemos con Lawrence Friedman los valores y actitudes que tenemos con respecto al derecho y la justicia. Esto nos reconduce a la educación legal, a la formación de los abogados, a los métodos de enseñanzas, a la calidad de las escuelas de leyes, entre otros aspectos que generalmente son subestimados. Otro factor clave es el de la profesión de abogado. Ella carece de reglas de conducta que tengan fuerza de ley y cuya transgresión

conlleve severas consecuencias. Lamentablemente, en nuestro país muchos abogados ven como algo muy natural acciones que en países de América Latina, no se diga en Europa o Estados Unidos, les costaría su licencia profesional. Igual cosa sucede con muchos jueces. Saben que serán protegidos o por el silencio de los buenos y honestos jueces, que sí los hay, o por el encubrimiento de gente con poder. Saben, además, que sus fallos no estarán adheridos a su hoja de vida como sucede en muchas partes, lo que contribuye a su anonimato e impunidad.

El problema es complejo. Es un sistema diseñado y alimentado por una clase política esencialmente corrupta e inepta, pero no imposible de vencer. (O)