Siempre estuve del lado de los osos. Jamás pude aceptar que una niñita, por rubia y llena de rizos que fuera, podía meterse así, sin más ni más a una casa ajena. Y no contenta con entrar se sienta en sus sillas, prueba su comida y finalmente se duerme en una de sus camas. Sin embargo, el síndrome de ricitos de oro lo padecen muchos más políticos de los que quisiéramos.

Una vez más mi hija me invitó a visitar al nieto en la fría ciudad de los vientos. Nunca había pasado con ellos una de las fiestas más agradables de su calendario: el Día de acción de gracias. La historia oficial de los Estados Unidos dice que el cuarto jueves de noviembre se conmemora el agradecimiento que los peregrinos ingleses les dieran a los nativos, con una cena. Al parecer estos los habían ayudado a no morir de hambre y de frío y aquellos les agradecieron en 1623. Leyenda o no, esta es, hoy por hoy, una celebración inclusiva. No tiene carácter religioso y al parecer la celebran todos, sin importar la raza, el sexo o la condición. Lo cierto es que ese día se cierran los negocios y la vida se detiene para reunirse a decir gracias.

Fuimos hasta Indianápolis para compartir este “San Giving” con Claudia, una amiga venezolana de Carito y su hijo Mateo. Estaba previsto llegar a una pequeña casa alquilada para esos días. Llegamos al simpático barrio y vimos que había movimiento en la casa, Caro llamó al arrendador, quien le dijo que estaban limpiando la casa y que volviéramos más tarde.

Pasamos una tarde maravillosa tomando vino y cocinando el plato típico del día: pavo, puré de papas, pan de maíz, ensaladas. Casi a la media noche, con la barriga llena y el corazón contento fuimos a la pequeña casa y mientras a mí me llamó la atención sobre la mesa un enorme libro del maravilloso ilustrador Norman Rockwell, ellos se percataron de que también había un computador abierto, una mascarilla, unas maletas en los dormitorios, ropa tirada encima de las camas y ¡unos platos sucios en el lavadero!

Wajapen?! pensé mientras una horrible sensación me invadía. Solté el libro como si estuviera hirviendo y sentí cómo me quemaba al estar en el espacio de otro, viendo y tocando sus cosas. Tuve miedo de que quienes estaban habitando esa casa llegaran. Pensé que podían entrar armados. Fue horrible. Mientras mi hija llamaba al arrendador para que le explicara qué pasaba y le diera una solución, yo tenía el corazón a mil por hora. Sentía los osos acercarse furiosos y sobre todo me ponía en sus zapatos y pensaba lo desagradable que sería para ellos toparse con tres extraños y medio.

Salimos de ahí rumbo al hotel que el dueño de la casa consiguió para nosotros. El susto no nos pasaba, y no nos hubiera pasado nunca si no hubiera sido por el oportuno “Ayayayaaay, canta y no yores…” de Yoursokiú.

¿Qué gen, qué célula, qué radar interno tenemos que nos hace alejarnos inmediatamente de lo que no es nuestro? Tenemos conciencia de que al igual que el Día de acción de gracias no tiene carácter religioso ni nada tiene que ver con la raza, el sexo o la condición. Lo único cierto es que tenerla es un motivo más para decir gracias. (O)