Dicen que no hay soledad más engañosa y cruel que la de quien se halla en la cima del poder frente a un emporio, pueblo o nación. Rodeado de una cohorte de colaboradores, asistentes, asesores, lacayos y aduladores, el poderoso no tardará en descubrir que, finalmente, se encuentra solo frente a la responsabilidad por la decisión y el acto que afectará las condiciones de vida de muchas personas. En estas condiciones y al comienzo, podría arreglárselas para que la responsabilidad recaiga en alguno de los que le rodean, cuando las consecuencias de sus acciones han resultado improductivas o impopulares. De esta manera podrá sostenerse en el poder por algo más de tiempo. Pero no tardará en descubrir, al final de su período, que siempre ha estado solo, y que en las despedidas los ayudantes le acompañan y le evitan al mismo tiempo, como si fuera un apestado.

Dicen que eso es lo que sienten muchos sujetos que han sido presidentes de un país, y que solamente el amor y la compañía de una pareja y de una familia pueden paliar ese penoso sentimiento. O el contubernio de una pandilla de cómplices y asociados que lo acompañaron en la empresa de expoliar un país, y que seguirán junto a él como partners in crime cuando huya al exilio, para disfrutar del botín. En cualquier caso, dicen que eso es lo que sienten esos sujetos, y que lo único que les permitirá reintegrarse a una comunidad como ciudadanos ordinarios es una conciencia limpia, al margen de la creciente impopularidad que, inevitablemente, los seguirá al final de su mandato. Porque no se puede complacer a todos ni satisfacer las abrumadoras demandas de un pueblo quejumbroso y dependiente, malacostumbrado a creer que todas las soluciones deben venir del Gobierno y a cacarear que “con el antecesor estábamos mejor”.

He pensado en todo esto, desde algunas lecturas antiguas y movido por la carta de un amable e inteligente lector a propósito de mi artículo del domingo anterior. Porque los ciudadanos tenemos el derecho de sacudir a un presidente si creemos que flaquea en su función o se excede en la exhibición de su poder. Pero ese derecho se acompaña de la obligación de interrogarnos acerca de nuestras responsabilidades como ciudadanos de un país y como sujetos singulares de nuestro deseo particular. En este sentido y en promedio, me temo que los ecuatorianos no estamos a la altura de nuestros deberes. Somos un pueblo fragmentado, constituimos un tejido social deleznable, cultivamos la viveza criolla, nos comportamos como simples espectadores oportunos y voyeristas del espectáculo político, nos contentamos con algún comentario en las redes sociales y siempre esperamos que las soluciones vengan del poderoso, porque tenemos pereza de inventarlas, proponerlas y efectuarlas.

Deberíamos sacudirnos, nosotros también, y organizarnos en movimientos comunitarios y sociales que no sean absorbidos ni secuestrados por los políticos que viven de aquello. Para ocuparnos de los problemas que nos afectan de manera local, en colaboración con las instituciones del Estado que tienen esas funciones. En vez de seguir esperando que todo nos caiga desde Carondelet. (O)