Nunca carecerán de interés las historias de las relaciones entre padres e hijos. En ellas se presentan lo que se cree que es ya sabido y el vértigo de lo que se sale de lo previsible. Esos encuentros y desencuentros son auténticas novelas de las vidas llevadas por todos esos seres precarios, en los que casi siempre se comprueba, una vez más, que nadie conoce exactamente cómo se hace para ser un papá. Es muy complejo ser papá y es muy complejo ser hijo. Sobre este tema existe mucha bibliografía, pero me llaman la atención esas familias en las que el papá es un famoso sobre quien parece girar todo en el entorno hogareño.

Recientemente me he asomado con asombro a esos vericuetos familiares en obras como la de Najla Said, Buscando Palestina: creciendo confundida en una familia árabe-americana (2013), hija del gran escritor, profesor y activista por la causa palestina, autor de textos fundamentales sobre las identidades culturales en nuestra época. O el libro de Laurence Debray, Hija de revolucionarios (2017), que narra la tensa ambivalencia de las relaciones con sus padres, especialmente con su papá, un intelectual francés teórico de la guerra de guerrillas latinoamericana, que acompañó al Che Guevara en su aventura en la selva boliviana.

Escrito originalmente en inglés, y traducido por Marta Mesa, acaba de aparecer el libro de Rodrigo García: Gabo y Mercedes: una despedida (Barcelona, Random House, 2021), que intenta arrojar una luz sobre los últimos años de su padre, el escritor Gabriel García Márquez, quien, precisamente, siempre intentó no solo huir de la fama, sino emprender una vida familiar por fuera de ella. La escritura de García es magnífica: combina sobriedad y observación aguda y llena de ternura. Y muestra las tensiones –y las separaciones– que se dan –que deben darse– entre padres e hijos, pues en un punto de su vida Rodrigo busca ser alguien distinto de su padre.

Tal vez, para lograrlo, Rodrigo elige vivir en Estados Unidos, un país en el que el español –al cual su padre lo ha dotado de belleza extraordinaria– es una segunda lengua, y también opta por los lenguajes cinematográficos como modo de ganarse la vida. De hecho, Rodrigo ha sido el director de notorias películas del cine independiente norteamericano. Para él y su hermano Gonzalo, ser hijo de García Márquez debió ser un asunto nada sencillo, incluso con las alegrías destellantes que trajo el ambiente familiar en que creció. Para verse, García debió reconstruir los momentos de la muerte del nobel colombiano.

Rodrigo va asumiendo la fragilidad de la vida y lo absoluto de la muerte de sus padres como elementos decisivos para entender su paso por la Tierra. Y sufre por la tragedia de García Márquez de haber ido perdiendo la memoria, a tal punto que en los días finales no reconocía a sus propios hijos. De sus padres, sentidamente, dice: “Ningún director, escritor, poeta –ninguna pintura ni canción– han influido más en mí que mis padres, mi hermano, mi esposa y mis hijas. Casi todo lo que vale la pena saber se aprende todavía en casa”. Qué escena tan fuerte la del ver a un ser amado que sale de la casa y saber que no volverá jamás. (O)