Se dice que, durante los días de la Convención de Filadelfia, George Washington y Thomas Jefferson tuvieron una acalorada discusión sobre si el Poder Legislativo del nuevo país debía estar conformado por una o por dos cámaras. Para explicar la conveniencia de la bicameralidad, Washington apuntó a la tasa de té de Jefferson. “¿Ves el platillo que has puesto bajo tu taza de té? ¿Cuál es su función?”. “Enfriar el contenido de la taza –respondió Jefferson–, mi garganta no está hecha de hojalata”. “Bueno –dijo Washington– es la misma razón por la que debemos tener un Senado. Para enfriar el contenido de la legislación”.

La bicameralidad cumple el objetivo al que se refería Washington. Ciertamente, la idea de que el Poder Legislativo esté constituido por un Congreso y por un Senado tiene especial sentido en los países federales, pues mientras el Congreso representa los intereses de la población en general, el Senado representa los intereses de cada Estado. Pero, ante todo, la bicameralidad supone un mayor control de calidad en la expedición de leyes. Con la bicameralidad, hay una cámara baja, el Congreso, en donde se lleva a cabo el debate político con todas sus pasiones y se tramitan los juicios políticos. Los congresistas saltan, cantan y se lanzan ceniceros. Pero también hay una cámara alta, el Senado, compuesta por personas con más experiencia –la palabra senado viene de senis que, en latín, significa “viejo”– y mejores credenciales. El Senado debate las leyes con altura, refina su contenido y decide los juicios políticos.

Tener un sistema bicameral podría ser una buena idea para el Ecuador. Uno de nuestros problemas es tener una gran cantidad de leyes con paupérrimo contenido. La aprobación de una ley es relativamente sencilla y los asambleístas creen que entre más leyes aprueben más justifican su sueldo. El resultado es una avalancha de leyes mal redactadas que generan costos a la producción y que crean inseguridad jurídica. El Senado serviría para frenar esta avalancha, creando un nivel de control a las leyes que salgan del Congreso.

Además, en lo que me parece más importante, un Senado permitiría restablecer la credibilidad de la función legislativa. Ha llegado la hora de aceptar que con la Asamblea está todo perdido. Lo viable sería un nuevo organismo, que regule y limite a la Asamblea y que solo pueda estar integrado por personas experimentadas y con credenciales. (Es lo que ocurrió con la Corte Constitucional que, en medio del desprestigio de la función judicial, es una institución de primera).

Mi intuición es que nuestra unicameralidad responde a la cándida idea de que los problemas de un país pueden ser solucionados inmediatamente por la creación de nuevas leyes. Para esa visión, la bicameralidad es un obstáculo porque significa un mayor control del proceso legislativo. Pero el caso es que lo que necesitamos no son más leyes, sino un Poder Legislativo que cuente con legitimidad y que pueda promulgar leyes de calidad.

Tal vez, más que reducir el número de asambleístas como está previsto en la propuesta presidencial de referéndum, lo que nosotros necesitamos es un Senado. (O)