Pensar sobre el verbo más elemental de cualquier lengua nos puede llevar a alturas sorprendentes. El verbo ser es el de las definiciones y de las metáforas, por ende, dice mucho, potencia la significación. Cuando definimos una cosa tratamos de decir qué es, cuando metaforizamos, transformamos una cosa en otra. Es emocionante apreciar cómo los niños se van apropiando de estas operaciones mentales en la medida en que aprenden a hablar.

Si bien con solo decir “yo soy” planteamos una idea completa —aludimos a la existencia misma del enunciador—, lo que puede arrastrar el predicado son las cualidades fundamentales de una persona, aquellas que dibujan una identidad. “Yo soy ecuatoriana”, por ejemplo. Y reparar en que esta reflexión que quiso ser de filosofía lingüística derrapa en el territorio de la nacionalidad se torna, en estos momentos, penoso. Porque no puedo dejar de dolerme por mi país, atrapado en una coyuntura política confusa y desastrosa, en la cual cada participante verbal habla en nombre del pueblo. ¿Qué pensará el auténtico pueblo, me digo, sobre el cruce de fuego que busca esclarecer el horizonte y torcer el rumbo equivocado —otros dirán ladinamente torcido por intereses mercenarios— hacia una gobernanza justa y correcta?

El Ecuador hoy es noticia internacional porque el presidente aplicó, por primera vez, la muerte cruzada, que cierra el Parlamento y llama a nuevas elecciones, para evitar ser destituido tras cinco meses de tejemanejes de una Asamblea Nacional que desde el principio zigzagueó para cumplir un cometido fijo antes de tener los pasos claros: defenestrar al presidente. Todo esto, mientras las nuevas autoridades municipales inician sus períodos, algunas en situaciones tan graves, como la de Durán, que sufrió un atentado.

Estos datos son solo parte del abigarrado sainete de la política nacional. Junto a él se agita la exacerbación de los ánimos generales con la que los ciudadanos emprendemos el día a día: disgustados, insatisfechos, alarmados, prevenidos, en medio de un deterioro de la calidad de vida, si es que no, algo más insoportable, como la estrechez y las carencias materiales. El trabajador que goza de un empleo estable subsume las dificultades habituales por la mera idea: “tengo empleo”, que ya lo hace un afortunado.

“Yo soy ecuatoriano” en los libros de Cívica de mi escolaridad conllevaba de manera inmediata unos signos patrios, unos paisajes diversos y exuberantes, una tierra generosa en productos, unos personajes ilustres cuyas vidas conocíamos para tener modelos de acción colectiva, una cultura que cruzaba las barreras de clase con expresiones musicales y artísticas que nos ligaban a todos. Hoy se volatizó el orgullo, nos desprendemos de las connotaciones positivas de la identidad, aplastados por el rojo velo de la incertidumbre sobre el futuro, de la violencia, la corrupción y la impunidad.

El verbo ser lleva implícito el verbo estar, pese a su clara idea de espacialidad. Ser implica tiempo y estar, espacio; porque cuando se es se realiza una existencia en un lugar determinado. “Se es estando” dicen los gramáticos. Y tienen razón: soy ecuatoriana y estoy en el Ecuador. Con preocupación y pena. Habiendo convertido el amor exultante del patriotismo en un amor triste, como se ama a un hijo enfermo. (O)