A Sergio Chejfec le gustaba la calma. Y quizá por eso era un personaje que, muy por encima de su extrañeza y profundidad intelectual, resultaba ligero, agradable, a ratos meditativo. Jamás tuvo el tufo de los eruditos, aunque había leído tanto, aunque era uno de los grandes escritores argentinos contemporáneos. En él no había pretensiones. Al hablar con Sergio Chejfec, todo –la imposibilidad, la indecisión, la falta de confianza, o el mundo con todas sus crisis– estaba bien, y todo iba a seguir bien. Había calma. Nunca supe, ni me imaginé, que tenía problemas de salud. Por eso su repentina muerte ha sido una noticia difícil de creer, de entender, de asimilar. Pero ha sido una alegría verlo, aún sonriente, en lo que de él ha quedado, y seguirá quedando, entre sus discípulos y amigos. Son incontables los testimonios en los que se lo recrea, siempre sereno, siempre lúcido, siempre generoso.

A Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956 - Nueva York, 2022) les gustaban las biografías raras. Discrepaba, creo yo, con el Borges de Historia universal de la infamia, porque no creía que toda vida se definiera en un solo momento, en un solo acto concluyente. Prefería una visión panorámica, sin intensidades (o como muchos de sus allegados han recordado: de baja intensidad). Me parece que estaba muy consciente de que, en cuanto a contenidos, la literatura ya estaba escrita y el perpetuo afán de repetir los temas humanos con nuevas formas también se podía volver anticuado, si no se exploraban nuevas maneras de entender los contenidos y sobre todo las formas. Mientras la costumbre era correr hacia los grandes sucesos, del mundo o de una vida en particular, Sergio Chejfec se quedaba atrás, y luego exploraba los detalles que pasaron desapercibidos, a veces sensibilidades vegetales, a veces curiosidades extrañas, por lo general correlatos distantes. Su primer libro, de hecho, fue Lenta biografía, tan difícil de clasificar como los otros, en el que se investiga a sí mismo, recuerda a Peter Handke y, en la línea de lo que dice Jorge Carrión, medita sobre las dificultades de la palabra para hablar sobre el mundo.

A Sergio Chejfec, pienso, la literatura no le parecía imprescindible. En su libro 5, editado en el Ecuador por Turbina Editorial, consigna: “Mi manera de considerarme escritor precisaba que en cualquier momento pudiera dejar de serlo, como resultado de un avatar decisivo, o sencillamente como resultado de ninguno –tan solo por una virtuosa defección personal frente a los hechos barajados de un modo y no de otro–”. Esa condición, la de ser escritor, era para él un artículo de inconstancia, un régimen de imprevisibilidad: “La escritura no era exclusiva, ni siquiera necesaria”, anotó. En varias ocasiones me recomendó abandonar la gravedad, en la escritura y en los personajes, o en la visión que practicaban mis personajes, para dar paso a cierta flexibilidad, para salir de una dimensión anticuada o, por último, para asumir esa gravedad con sentido crítico y picardía. No le interesaba el espesor ni la densidad, sólo en la medida en que podríamos salir de ellas, con un ligero extrañamiento, con ligereza, con distancia animada.

Sergio Chejfec no creía en las premoniciones. Aunque una noche jovial en Nueva York nos leyeron el tarot y le pareció divertido. Había dejado las grandes editoriales y para sus libros buscaba circuitos independientes, quizá con una visión novedosa o menos ruidosa, sobre el mercado de los libros. Quería nuevos actores en ese plano. Y tal vez por eso dedicó varios de sus últimos años a ser instructor en la maestría de Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York, en donde lo conocí, en donde me volví un mejor lector gracias a él. En sus clases, su voz era una forma diáfana de la tranquilidad. Gracias a él procuro, en la medida de mis posibilidades, bajar la altisonancia en los tonos de mis textos. Disminuir la gravedad en mi manera de ver el mundo. Quizá también entender que, de uno u otro modo, pudiera dejar de ser escritor, pudiera dejar de escribir, y eso no está mal ni bien. Mateo Guerrero, querido escritor colombiano, recordó recién que en aquella noche, la del tarot, había futuro. De hecho, hubo risas, cerveza, la proyección de ciertos deseos o anhelos, unas pocas nebulosas, pero la actitud de Sergio fue siempre serena y divertida, curioso de saber si por mera coincidencia esos vaticinios, que a sus alumnos nos aparecieron en las cartas, algún día se cumplirían o no, o sólo dejarían de importar. En Sergio Chejfec, en sus libros, hay futuro y hay calma. Y son tantas las razones para pensar que aún tendremos Sergio Chejfec para rato. (O)