Es indudable que el acto de amor más grande que podemos demostrar hacia nuestro país de origen tiene que ver con la capacidad de cuestionarlo. Ese acto de cuestionar, inevitablemente, es un acto exploratorio, de indagación profunda, de autocrítica. Esa decisión de reflexionar honestamente sobre la historia del Ecuador e identificar las causas y consecuencias de los problemas contemporáneos es lo que me ha sorprendido del libro Sin partidos no hay paraíso (2021), de Carlos Solines Coronel.

Este libro, en mi criterio, es un recorrido didáctico por la historia de la política, los sistemas de organización, las ideologías, y la democracia como forma de vida en occidente. También es la historia de un país que por casi dos siglos ha buscado su destino democrático, precisamente, recorriendo a ciegas caminos por donde jamás hallará a la democracia. Quizá en esto radica la pertinencia de este libro: Carlos Solines Coronel ya sirvió al país, durante casi toda su vida, tanto como político, dirigente, o catedrático. Hoy escribe alejado de la vida pública, desde el silencio de la reflexión nítida y la sincera esperanza de contribuir con sus ideas.

Entre lo que Solines Coronel propone hay dos conceptos medulares, que sostienen toda la reflexión: democracia y partidos políticos. Hablemos un poco del primer concepto. Los sistemas democráticos del siglo XXI atraviesan un momento crítico. La democracia, como visión del cosmos, se encuentra en una dolorosa crisis de legitimidad. El politólogo Francis Fukuyama, que tras la caída del Muro de Berlín fracasó en su vaticinio sobre el fin de la historia, encuentra un nuevo motivo de preocupación, y esta vez quizá no sea un desacierto: las profundas desigualdades y la precariedad de millones de personas a lo largo y ancho del planeta están produciendo un divorcio entre las aspiraciones de las grandes mayorías y la cultura democrática. La posibilidad de una identidad fundida con la democracia se disuelve lentamente. Fukuyama advierte, además, sobre la preminencia de las identidades de grupo, desconectadas ya de la cultura democrática como aspiración de convivencia armónica y de régimen jurídico y político.

La democracia, quizá, ha fallado. Al menos en su oferta de resolver los problemas estructurales a nivel de la justicia social, o en su promesa de garantizar no sólo los derechos civiles y políticos sino también los económicos, sociales y culturales. ¿Cuál es la alternativa a la democracia? Esa, quizá, es la gran pregunta que late en esta primera parte del siglo XXI. Y no hay que escarbar demasiado para encontrar la respuesta: ninguna. Sigue siendo el menos malo de los sistemas de gobierno que hemos sido capaces de inventar los humanos. Todos los demás tienden a la tiranía, al discurso único, y a la distopía.

Hoy existen más democracias que dictaduras en América Latina. Sin embargo, la crisis de la democracia ha abierto la puerta a otros fenómenos políticos que, como lo ha notado Osvaldo Hurtado, han implicado la evolución y sofisticación del concepto de dictadura. La última década y media ha sido nefasta en términos democráticos para varios países de la región, ya que satrapías demagógicas triunfaron en las urnas y secuestraron el Estado, incluido el Ecuador a partir de 2007. No sólo provocaron el colapso de las instituciones republicanas y el orden jurídico, sino que utilizaron la justicia como mecanismo de persecución y criminalización de la crítica, la oposición y la misma protesta social. También saquearon las arcas públicas y se aseguraron altos niveles de impunidad. Además de la pandemia, que ha diezmado los sistemas de salud, los populismos autoritarios, pese a sus falsas promesas de justicia social, volvieron más precaria la vida a lo largo del continente. Gracias a ellos nuestros Estados han sido mucho más incapaces y débiles para afrontar la pandemia.

Leer este libro me ha recordado que la democracia, además de ser el único sistema que permite construir libremente nuestros proyectos de vida, es un compromiso de todos los días. La crisis de la democracia tiene que ver con la pérdida de la memoria: destruir el sistema democrático implica bailar sobre las vidas que durante décadas se perdieron en América Latina, en la lucha por lograr que un Estado de Derecho nos garantice las libertades que esas generaciones no tuvieron. El compromiso es con la historia de nuestros países. Defender, cuidar y promover la democracia es un deber de renovación diaria. Incluso ampliarla, hacerla más profunda. Lograr que llegue a las regiones a las que nunca ha llegado. Sin democracia no hay futuro. Y sí, sus mecanismos participativos pueden ser lentos, a veces injustos, la más de las veces precarios. Pero también es nuestro deber luchar por optimizarlos y evitar que caigan, como lo escribe Carlos Solines Coronel, en la politiquería demagoga y corrupta.

¿Cuál es el papel que juegan los partidos políticos? En un mundo ideal, deberían ser los guardianes del sistema democrático. Sus pilares. En el Ecuador estamos, hoy por hoy, muy lejos de tener verdaderos partidos. Existen empresas electorales, con gerentes y propietarios, más parecidas a tarimas de circo que a organizaciones políticas doctrinarias e ideológicas. Esa ha sido una de nuestras más desoladoras tragedias, la que nos ha robado el presente y el futuro. Quizá el gran desafío para el Ecuador del siglo XXI es lograr partidos políticos serios, comprometidos con el bienestar de la población, guiados por una filosofía sólida, y que participen activamente en la educación política del país. Empiezo a pensar que esa aspiración, más que utópica, se está convirtiendo en la única posibilidad de sobrevivencia, en una urgencia, en una carrera contra reloj. Es por eso que, en este momento de nuestra historia, el libro de Carlos Solines Coronel se vuelve una especie de mantra: pese a las complejas circunstancias, hay un camino. Y ese camino, una vez más, es la democracia. (O)