El Colectivo sobre Financiamiento e Inversiones Chinas, Derechos Humanos y Ambiente (CICDHA) y otras organizaciones civiles presentaron en Ginebra un informe que denuncia los “graves abusos” y el impacto ambiental en 14 grandes proyectos chinos en Ecuador y otros ocho países latinoamericanos. La reprobación es parte de la supervisión que realiza la ONU del cumplimiento del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que Pekín ratificó en 2001.

El informe es rotundo en cuanto a los incumplimientos de China. Advierte de “una serie de patrones de abusos de los derechos humanos” en sus operaciones en América Latina. Entre otros, señala la vulneración de los derechos de los pueblos indígenas, abusos laborales, desalojos forzosos y destrucción ambiental. Los efectos son catastróficos y suelen derivar en conflictos y violencia.

Tras dos décadas, resulta evidente que las malas prácticas y los bajos estándares de las empresas chinas no son puntuales ni excepcionales, sino reiterados y transversales. Con $ 172.000 millones invertidos, buena parte en sectores extractivos, y con la construcción de más de 200 infraestructuras, el impacto socioambiental en la región es mayúsculo. Y no va a cambiar a corto plazo.

Primero, porque en la pugna de las potencias por los recursos, China aumentará sus inversiones extractivas e infraestructuras en América Latina. Y, segundo, porque no se intuye un propósito de enmienda de Pekín, cuyas autoridades impiden la interlocución con organizaciones civiles. Éstas tratan de aprovechar los mecanismos de la ONU para presionar. Pero no sirve para que China rectifique su modus operandi.

Aunque las empresas occidentales tienen su propio historial de excesos, en general están mucho más vigiladas...

Por las oportunidades que ofrece, es positivo que el gigante asiático esté en la región. Pero es problemático que fije las reglas y los estándares, pues es justamente la ausencia de contrapesos en su modelo de desarrollo lo que alimenta los abusos. Aunque las empresas occidentales tienen su propio historial de excesos, en general están mucho más vigiladas y las consecuencias de su mal comportamiento son –en teoría– incentivo suficiente para que eleven sus estándares sociales y ambientales.

La observancia de estos, la exigencia de transparencia y el escrutinio público marcan una diferencia esencial. Mientras no estén sometidos a supervisión y escrutinio, y no reciban castigo por sus abusos, es improbable que los inversores chinos opten por introducir pautas de actuación responsables que minimicen el impacto de sus proyectos. El deterioro de la institucionalidad en América Latina contribuye además a la perpetuación de este esquema.

También preocupa que esos megaproyectos no paguen suficientes impuestos por la riqueza extraída. Es cierto que la evasión fiscal está generalizada en la industria y que en el “sur global” no siempre hay mecanismos de control óptimos. Pero la destrucción medioambiental, la vulneración de derechos, la precariedad del empleo y la baja fiscalidad, además de la consolidación de un modelo primario-exportador sin transferencia tecnológica, debería llevarnos a cuestionar cuál es la verdadera ganancia de las inversiones chinas para los países receptores. (O)