En los ingresos públicos hay una clara diferencia entre lo que son tasas e impuestos. La tasa es un tributo, pero que se paga por el uso de un bien o un servicio público. Así, por ejemplo, cuando viajamos pagamos una tasa de uso de la autopista. Quien paga el tributo recibe un beneficio directo por lo que está pagando. El pago del agua potable, de la recolección de basura, del uso de un aeropuerto, del control del sistema financiero o por el control de las sociedades y empresas del país son todos ejemplos de tasas. Es decir, el hecho imponible es el uso de un bien o de un servicio público, y lo pagan directamente los que se benefician de ese uso.

No tiene sentido que lo que paga un banco para que la regulación sea mejor termine usándose en un sueldo de un ministerio.

Los impuestos son un tributo que se impone por parte del Estado o de un ente público (ej. los GAD) para soportar el presupuesto, sea del Estado o de esas instituciones. A diferencia de la tasa, no está asociado a un beneficio directo por lo que el contribuyente está pagando. El contribuyente está obligado a pagar, y el ente recolector lo gasta como le viene en gana.

La voracidad fiscal que derivó del gigantesco crecimiento del sector público, el cual aumentó de representar un 23 % del PIB a un 43 % de él durante el gobierno de las FaRC, Familia Revolución Ciudadana, hizo que, entre las múltiples aberraciones y malas prácticas en las finanzas públicas, se iniciara en ese entonces la aberración de que las tasas se transformaran en impuestos.

Así, por ejemplo, la Superintendencia de Bancos cobra a los bancos una tasa, que se entiende va para que esa institución se tecnifique, ejerza el mejor control posible y supervisión bancaria en beneficio de los depositantes y de la economía. Sin embargo, los ingresos por tasas van al presupuesto general del Estado, y el Estado usa en forma arbitraria esos recursos para otros fines. La Superintendencia de Bancos ha venido pidiendo que le devuelvan sus recursos para mejorar sus servicios y, en especial, para dos fines muy loables: 1) Educación financiera de los depositantes ecuatorianos. 2) Búsqueda de mayor inclusión financiera, que tanto bien haría para mejorar el ingreso de los sectores más frágiles de la economía. Esto no es posible porque el presupuesto se chupa todos los recursos de las tasas que la Superintendencia cobra y los usa en otros fines que no son aquellos para los cuales la tasa se cobró.

Muy similar es el caso de la Aviación Civil. Los radares de control aéreo se caen en pedazos, no hay trajes contra incendios para los bomberos que ejercen esta labor en los aeropuertos, la mitad de las motobombas de los aeropuertos del país no funciona, falta personal de control aéreo; pero no hay recursos, porque las tasas que pagan quienes viajan, para que los vuelos sean seguros, se usan en otros fines por parte de un presupuesto centralista y absorbente.

La Superintendencia de Compañías no se queda atrás. Sus sistemas están totalmente obsoletos, tanto en hardware como en software; ni siquiera los aires acondicionados funcionan. Toda la base de datos de las empresas del país corre riesgo. Pero no hay dinero, porque el presupuesto recoge todo lo que esa entidad genera, que son tasas, y se lo lleva para el gasto voraz del centralismo presupuestario asfixiante.

El nuevo ministro tiene muchas cosas en las cuales enfocarse. Una de ellas debe ser el eliminar esta práctica totalmente antitécnica e injusta.

Las tasas deben ser usadas para el fin para el cual se las instituyó. No tiene sentido que lo que paga un banco para que la regulación sea mejor termine usándose en un sueldo de un ministerio. No es dable que lo que las empresas pagan para que la supervisión y mejoramiento de los controles y datos de las sociedades ecuatorianas cada día sean mejores termine pagando la papelería de un ministerio que no se necesita que exista. No es correcto que arriesguemos la seguridad aérea para que las tasas que quienes vuelan pagan, para que haya un servicio eficiente, terminen pagando la gasolina o el conductor de una dependencia del Estado que debería desaparecer.

Ojalá que el nuevo ministro, luego de la labor necesaria de continuar el camino que inició el Ecuador hace unos tres años de salir del desorden financiero heredado, y que lo hizo muy bien el ministro Cueva, comience con cambios como este, para que el país empiece a ser lo que debe ser, y no lo que una voracidad fiscal insaciable ha ido logrando. (O)