La sacudida de magnitud 6,5 del sábado pasado me hizo romper la regla básica de 20 segundos, agacharse, cubrirse, agarrarse. Volé por la escalera. Corrí hacia la casa con el asfalto pisándome los talones. Me urgía llegar donde mis ancianas tías (una invidente y ambas de movilidad limitada), a quienes había dejado solas para realizar compras. Cuestionaba esas diez cuadras de distancia. Los terremotos de Chile del 2010 y 2014 de 8,8 y 8,2 de escala Richter y los simulacros vividos, me dejaron claro el protocolo; sin embargo, la coyuntura de cada suceso es imprevisible. No actué de manera correcta. Las imaginé angustiadas entre paredes y recovecos movedizos; más al recordar esa magnitud 7,8 del 2016 que devastó Manabí, Esmeraldas y su secuela de fallecidos, desaparecidos y damnificados.

En nuestro país, los sismos de magnitud 4 o 5 causan mayor alarma y daños por falta de medidas preventivas, como exigencias de construcción rigurosas; estimular edificaciones sismorresistentes; intervenir y/o reforzar oportunamente inmuebles inseguros; capacitaciones y simulacros periódicos, entre otras, para generar una cultura sísmica y mitigar efectos. La crisis empuja a muchos a vivir en zonas peligrosas. El Ministerio de Vivienda, la Secretaria de Gestión de Riesgos y el Estado en general deben acondicionar dichos sitios con anticipación o reubicarlos.

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Suplicaba que estuvieran bien, no se asustaran y recordaran nuestras conversas sobre el accionar en estos casos: proteger sus cabezas; tratar de ubicarse en el sitio acordado; alejarse de vitrinas, repisas y ventanas con vidrios; etc. Me parecía ir en cámara lenta; mis amigos vieron una centella.

Llegué a casa. Estaban sentadas en el lugar convenido entonando arrullos de infancia atesorados en sus recuerdos.

No levantamos cabeza. Convulsiones sociales el 2019 y 2022, pandemia del COVID-19, ingobernabilidad, crisis económica, desempleo, problemas en educación, salud; corrupción, inseguridad, migración forzada, conflicto Legislativo-Ejecutivo, posible juicio político, muerte cruzada, nuevas revueltas y, como si fuera poco, la naturaleza golpea donde más duele y encuentra un Estado debilitado, instituciones en decadencia, mantenimiento vial descuidado, tejido social roto, salud mental crítica.

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Llegué a casa. Estaban sentadas en el lugar convenido entonando arrullos de infancia atesorados en sus recuerdos. Les pregunté por el sismo. Estuvo muy fuerte, mijo –respondió una. Le sorprende mi camiseta encharcada; a mí, la calma de ellas. Vi todo en su lugar, salvo la pared del patio. Como parte del cinturón de fuego del Pacífico estamos expuestos a estos fenómenos. Es importante hablarlos en la familia, las barriadas, principalmente con los niños y adultos mayores; tener planes de contingencia; contar con implementos como linternas, reserva de alimentos no perecibles, agua, radio portátil, botiquín, pilas, silbatos y otros.

Gobierno y Estado necesitan fortalecer las acciones preventivas, fomentar más capacitaciones, asistencia técnica, otorgar ayuda psicológica a los damnificados por pérdidas humanas y hogares. No podemos vaticinar estos eventos, pero sí preparar a la población sobre los riesgos (pre–durante–post) para atenuar su impacto en la comunidad. (O)