Una de ellas también era escultora. Casi diría que, sobre todo, escultora. Me refiero a Germania Paz y Miño. Las otras dos son Alba Calderón y Piedad Paredes. La semana pasada se presentó el libro de Ivonne Guzmán que las aborda: La pintura social. Tres mujeres en el arte de los años 30. Y en breve se inaugurará en el Museo Nacional del Ecuador, una exposición con sus obras, titulada Polifonía. El trabajo de Guzmán, breve y conciso, fue el resultado de una investigación de maestría en la Universidad Andina Simón Bolívar, y está publicado en la serie Magíster. Con una amplia experiencia en medios de prensa, especialmente en el ámbito cultural, Guzmán se enfocó en tres artistas con perfiles diversos pero que respondieron a la misma preocupación social en su arte. Uno de los objetivos de la investigadora consistía en entender cómo era el papel de la mujer en el medio cultural de aquella época, sobre todo en la primera mitad del siglo XX. Su libro da cuenta de que tuvieron no sólo reconocimiento sino que estaban integradas en el medio cultural, como en el caso de Germania Paz y Miño, que fue presidenta de la Sociedad de Escritores y Artistas.
Araceli Gilbert fue contemporánea de las tres artistas, pero su pintura estuvo alejada de la figuración indigenista, orientada más bien a una tendencia constructivista, abstracta, que la ha colocado en la primera línea del arte ecuatoriano del siglo XX. Remarco que no le interesaba en su pintura tratar las preocupaciones temáticas sociales, lo que no significa que no le preocuparan los problemas de su tiempo. No se escudaba o se valía de ellos, que es algo muy distinto.
Quizá debería haber titulado este artículo “Cuatro pintoras”. Y son muchas más. La investigación de Ivonne Guzmán es un aliciente para seguir debatiendo sobre el arte ecuatoriano. Es notable la minuciosidad con la que se acercó al tiempo de las tres pintoras: rastreó el archivo de prensa de la época. Aparentemente invisible, es en el día a día de la prensa que se levantan las trayectorias. El reconocimiento contemporáneo que tuvieron las tres pintoras estuvo vinculado a la corriente del indigenismo y, en general, a las preocupaciones del realismo social. No fue una excepcionalidad ecuatoriana. Toda América Latina vivió una serie de transformaciones en la que cobró un rápido protagonismo la intención política explícita en el arte. Uno de los puntos más visibles y precursores fue el muralismo mexicano. Con la distancia de los años, es posible comprender que se trató de una corriente de su tiempo, plagada de buenas intenciones, con muchos talentos que se volcaron a seguir la tendencia, y de la que muchos también se alejaron, y sobre todo que tuvo una serie de agendas y programas, donde no todo lo que brillaba era oro. Tuvo que llegar la crítica y escritora argentina Marta Traba para que se reconsidere la ola indigenista en todo el continente. Ella señaló a Guayasamín como un epígono del muralismo mexicano que “exaspera con sus recursos tremendistas”. Traba fue condenada al silencio en Ecuador, y han tenido que pasar décadas para que su voz volviera a ser escuchada. Ella se declaró admiradora de otro pintor ecuatoriano: Tábara. Con la ventaja de la distancia, las reflexiones se han decantado y se muestran mucho más amplias y críticas. Carlos Granés, en su monumental y reciente libro, Delirio americano, una historia cultural y política de América Latina, ha hecho el recorrido más exhaustivo de las génesis y alcances de estas transformaciones estéticas dirigidas que le quitan la pátina mesiánica y revela los bastidores instrumentales que estaban detrás. Y sus epílogos, nunca mejor dicho, delirantes.
El reconocimiento de Araceli Gilbert fue lento y sembró perplejidad. Hoy es indiscutible su primado como una de las grandes pintoras ecuatorianas. En el mismo MUNA se realizó pocos años atrás una retrospectiva dedicada exclusivamente a ella. Nada mejor entonces que asistir a la exposición que se abrirá en breve de las tres pintoras y hacerse algunas preguntas. ¿Su arte sobrevivió al discurso que las enalteció en su momento? ¿Todas han tenido la misma repercusión? ¿Es suficiente un discurso –el de turno, el políticamente correcto, el contemporizador– para que un tipo de arte se entronice? ¿Qué ocurre con la admirable obra escultórica de Germania Paz y Miño que no sigue la consigna social? ¿Cómo decantarse por una sola línea o tema de Piedad Paredes cuando su exploración es tan vasta y variada como enigmática? ¿Qué pasó con Alba Calderón, abducida por la acción política al punto de llegar a desaparecer como pintora? Lo vivo de esta oportunidad que ofrecen la investigación de Ivonne Guzmán y la exposición Polifonía es revisar y aprender sobre lo que ocurre en el acelerado mundo del arte y su discusión cultural. Tanto como la abundancia de un mercado feroz existe también la repetición de un discurso instrumental que no escatima esfuerzos por dar dimensión estética a muy directos programas políticos.
A ratos se olvida que la disidencia del arte no solo se da frente a los políticos o gobiernos de turno, sino frente a sus manipuladores. El gran terror o miedo del tópico del arte por el arte, olvida que ineludiblemente cualquier manifestación artística o literaria dialoga con su tiempo y sus problemas, pero lo hace a su manera, de forma imprevista, refractaria o diferida, problemática para todos, no sometida ni simplificada en evidencias demagógicas, incluso contra sus propios creadores, y contra una actitud contemporizadora que no llega a ningún otro sitio más que al fanatismo ciego y a la falta de diálogo constructivo. En el camino del arte también se producen ordalías que responden a la sospecha de inautenticidad. Tampoco el tiempo es garantía porque puede equivocarse tanto como un contemporáneo, pero al menos la perspectiva y la recuperación de tradiciones paralelas, abren el espectro para permitir la libertad de elegir fuera del discurso único. (O)