“¿Qué va a pasar con México?”, me preguntaba Octavio Paz días antes de morir, hace ya veinticinco años. Conversábamos en la sala de su última morada, la Casa de Alvarado en Coyoacán. Como un león enjaulado en su cuerpo, atado a su silla de ruedas, cubierto por una cobija mexicana, inquiría aquello con angustia pero sin esperar respuesta. Yo me quedé callado. ¿Qué podía decir?

Le habría querido transmitir mi optimismo. “Todo está bien con México”, Octavio, le habría dicho; es decir, nada estaba bien, pero podía mejorar porque aquel sueño nuestro de libertad y democracia estaba en camino de cumplirse. ¿No era eso por lo que habíamos luchado en la revista Vuelta durante tantos años?

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No lo habría tranquilizado. Reconocía de tiempo atrás que el PRI había cumplido su hora. Y ya en los años setenta, acosado por el odio ideológico, había escrito: “Sin libertad, la democracia es tiranía mayoritaria; sin democracia, la libertad desencadena la guerra universal de los individuos y los grupos. Su unión produce la tolerancia: la vida civilizada”. Pero temía que esa unión no se consolidara, creando un vacío aterrador que se llenaría de lo contrario. Poeta y profeta, árbol adentro, desde la simiente rebelde de su abuelo y de su padre, parecía escuchar que algo muy grave se gestaba en el subsuelo de México, una erupción instintiva de ambición y violencia como las que periódicamente –en la cita puntual de cada siglo– irrumpen en nuestra superficie histórica para cumplir la frase que Vasconcelos escuchó de Eulalio Gutiérrez en 1915: “el paisaje mexicano huele a sangre”.

Su incertidumbre era natural. Por un lado, en el marco de una libertad de expresión y de crítica sin precedente, el país avanzaba en su vertebración democrática: la república adquiría forma y sentido: una presidencia autoacotada, un Poder Judicial autónomo, un Instituto Federal Electoral independiente, un Congreso deliberativo y plural. Pero, al mismo tiempo, en Chiapas persistía el movimiento zapatista que sedujo a un sector amplio de la izquierda, fijo en el paradigma de la Revolución. El propio Paz no fue enteramente ajeno a esa última seducción romántica, pero de una cosa estoy seguro: siempre creyó en la libertad como valor cardinal. Y siempre desconfió del poder absoluto: “es la fuente de mucho daño y poco bien”, nos decía.

Democracia en vilo

México era solo una de sus preocupaciones, pero creo que entre ellas no estaba el destino de su obra. Tenía la certeza de que tanto el Círculo de Lectores en España como el Fondo de Cultura Económica en México cuidarían la vigencia de las “Obras completas” que reunió con tanto esmero, y que sus libros individuales seguirían apareciendo de manera oportuna, con apego a los derechos de autor. Tampoco lo desvelaba la revista Vuelta, que había cumplido su ciclo, ni la Fundación que llevaba su nombre, dotada de un importante patrimonio de origen privado que alojaría su biblioteca. En cuanto a su archivo, dejó sentado notarialmente su traslado a El Colegio Nacional al cabo de veinticinco años de su muerte.

Sus torturas eran físicas, y las soportaba con estoicismo. También íntimas. No creo cometer ninguna infidencia si menciono las que pude entrever, porque lo ennoblecen: la soledad que esperaría a su mujer; el techo, la salud y el sustento de su hija Helena, que siempre atendió y que en ese tránsito final procuró a toda costa asegurar. ¿Se encomendó a Dios, como habría querido su madre? No lo sé. La comunión era la salida al laberinto de la soledad.

La otra salida, o la misma, era el amor, motivo central de su poesía. Se asió a él hasta el final. Para celebrarlo escribió La llama doble. En aquella tarde de despedida le oí decir: “Marie Jo: tú eres mi valle de México”.

¿Qué ha pasado con México? El paisaje mexicano ha vuelto a oler a sangre. Bajo nuevas facetas, no revolucionarias sino delincuenciales y populistas, la atroz dualidad de violencia y poder amenaza a la democracia y la libertad.

¿Qué ha pasado con el legado de Paz? Círculo de Lectores quebró y descontinuó su obra, el FCE tiene otras prioridades, muchos de sus libros están agotados, la Fundación Octavio Paz se desvirtuó, Helena murió en el centenario de su padre, Marie Jo hace cinco años, el patrimonio de Paz pasó al DIF de la Ciudad de México, incluidos los derechos de autor (que administra de manera discrecional). El Colegio Nacional está en espera de recibir sus papeles.

Sin embargo, en tanto que dure México, no acabará la fama y la gloria de Octavio Paz. (O)