Cuando recién empezaba a escribir en Diario EL UNIVERSO, en el año 2009, tuve una conversación con mi abuela Elba. Recuerdo con claridad haberle comentado que quería escribir sobre mi experiencia siendo ateo en Guayaquil. Ella, siendo una mujer piadosa —casi santa diría yo—, me respondió con su habitual dulzura: “No escribas sobre eso mientras yo viva”.

Mi abuela Elba falleció en el 2017. Cumpliendo su deseo, nunca escribí sobre este tema hasta ahora. Decidí hacerlo este mes, cuando cumplo 40 años, porque me siento con la madurez suficiente para explicarlo de manera consciente y reflexiva.

Hay muchas razones que me llevaron a ser ateo y que, por motivos de espacio, no puedo recoger enteramente aquí. Vale, eso sí, mencionar la primera chispa que encendió la llamarada de mis dudas: mientras estudiaba la historia de las religiones durante la secundaria, me di cuenta de que me había tocado ser católico simplemente por haber nacido en esta parte del mundo. Si nacía en otra parte de América podía haber sido ser protestante o judío, y ni hablar si nacía en África o en Asia. Nunca entendí esta lotería, acorde a la cual la elección del dios todopoderoso a quien alabar se encuentra condicionada por la geografía. Luego, el panorama se fue aclarando a medida que empezaba a leer las obras de Carl Sagan, Richard Feynman, Stephen Hawking, Sam Harris y, el más importante, el filósofo Bertrand Russell, mas conocido, para mí, como el Tío Bertie. Este aprendizaje me ha llevado a tener un enfoque de vida basado en la ciencia y alejado de los dogmatismos.

Una de las consecuencias más gravosas de ser ateo es la imposibilidad de encontrar consuelo en alguna divinidad. Es muy habitual, y hasta instintivo, suplicar por un “milagro” cuando tenemos un problema mundano. Cuando esto me sucede, mi instinto se ve inmediatamente corregido por la lógica inutilidad de esa súplica. Esta imposibilidad de refugiarme en una figura paternal todopoderosa ha sido, quizás, la consecuencia más difícil de digerir. Pero, poco a poco, he aprendido a desapegarme de aquello y a buscar consuelo diverso —aunque igual o más eficiente— en la familia y los amigos.

Otra consecuencia muy habitual son los estigmas que recaen sobre el ateo. Muchas personas asocian el ser ateo con la falta de valores o incluso con la maldad. Pero este equivocado prejuicio desconoce que no existe una conexión necesaria entre los valores morales y la religión, y que incluso aquellos preceden a las religiones actuales. Frente a este prejuicio me ha ayudado mucho decir que soy agnóstico, en términos de Huxley. Pero, en puridad, tanto el ateo como el agnóstico sostienen que no existe evidencia para probar la existencia de una divinidad.

Y es que es perfectamente posible ser ateo o agnóstico y pretender vivir, sin perjuicio de todas las contradicciones habituales del ser humano, una vida con valores. Es más, en muchos casos, esa moral puede ser mucho más fuerte que la de muchos otros piadosos que, arropados en sus rituales, atropellan a su entorno. Al final, mi recorrido me ha llevado a hacer mías las palabras de Carl Sagan, y que replico de mi columna ‘Mitos y realidad’: “Para mí es mucho mejor comprender el Universo tal como es en la realidad que persistir en el engaño, por satisfactorio y tranquilizador que sea”. (O)