En el color azul de las paredes se confunden la solemnidad, la espera y la alegría. Es solemne la experiencia porque para llegar a esta fila he esperado muchos años. También por el profundo respeto que me inspira Frida Kahlo. En Coyoacán la mañana es clara. Es mi primera vez aquí, pero recorro los salones de la Casa Azul como quien vuelve a un lugar querido. Puedo evocar los distintos momentos en la vida de esta pintora, que con el devenir de la historia se convirtió en símbolo nacional, figura pop y mito esotérico. Quizá mi deseo de llegar a la ciudad de México tiene base en el estudio de la historia. México es historia. En esta casa, algunas de las figuras esenciales del siglo XX, festejaron con tequila y mezcal. Aquí sonó una música que hoy ya no suena. Esta Casa Azul es como una puerta a la memoria, al pasado latinoamericano, al sentido profundo de México.

Los cuadros más famosos de Frida se encuentran en museos de Estados Unidos. En la Casa Azul sólo están unos pocos, pero hay recuerdos. La curaduría procura una reconstrucción de su vida, sus hábitos, su cotidianidad. Consecuentemente, también del trayecto que tuvo que seguir para edificarse, una y otra vez. Veo los utensilios de su cocina, las fotografías familiares (su padre, alemán, fue fotógrafo y quien le enseñó el misterio de la imagen), los pinceles y libros de su taller y el sincretismo de su dormitorio, en donde se guardan sus cenizas. Me miro borroso en el viejo espejo que Frida utilizó para sus autorretratos. El diseño de interiores de la casa es, quizá, la decoración de su mente, su visión del cosmos. Hay un diálogo con el surrealismo, por lo tanto, con la tradición de las vanguardias, así como con el universo simbólico de los pueblos originarios de México. Vuelvo a ver su ropa, su maquillaje y sus yesos. ¿Qué es lo que dejamos en el mundo? ¿Cuáles son nuestras huellas? Su vida fue un desastre. Dolor por todos lados. El que está considerado su último cuadro, una composición de coloridas y jugosas sandías, se llama: Viva la vida.

Otra vez tengo 20 años y quiero ser un poeta latinoamericano. ¿Lo he sido? ¿Acaso me he traicionado?

Dejo Coyoacán con la esperanza de volver muchas veces. Tomo el metro y llego al Centro Histórico. En una cafetería me encuentro con mi novia y me comunica que murió Pelé. La historia tiene una extraña manera de derramarse en cada día. De aterrizar en México. Por recomendación del novelista Carlos Arcos Cabrera, almorzamos en el restaurante La Ópera, en donde todavía se puede ver el disparo de Pancho Villa. Caminamos hacia el Zócalo para ir al Colegio San Ildefonso, la majestuosa edificación barroca que alberga algunas de las piezas imprescindibles del muralismo mexicano: ahí están Diego Rivera y José Clemente Orozco, pero quizá lo que me resulta un tesoro son las obras del francés Jean Charlot: Masacre en el Templo Mayor o La Conquista de Tenochtitlan. México es la muerte de un mundo y el violento nacimiento de otro. Las inmensas salas albergan exposiciones que dan cuenta de la riqueza pictórica de este país desde la colonia hasta la actualidad. Esa doble dimensión por la que, sus muralistas, hablan de los hechos históricos, pero también los transforman en la conciencia, los vuelven desafíos presentes y deberes futuros.

El verdadero motivo de visitar el Colegio San Ildefonso, sin embargo, es otro. El memorial es una elegante biblioteca de madera. El silencio aquí es otra forma de la alegría. El maestro Vicente Rojo concibió la escultura que preside el lugar como un homenaje a Piedra de sol, ese poema fundamental de la lengua, un sauce de cristal, un chopo de agua, presencia como un canto súbito, escritura de fuego sobre el jade, Madrid, 1937. Observo la lápida de Octavio Paz y reconozco que me ha acompañado durante muchos años. Con Vislumbres de la India me empujó a Asia, mi más valiente peregrinaje. Con Las trampas de la fe me presentó a Sor Juana. Para realizar este viaje empecé a explorar su Laberinto de la soledad. Aquí reposa desde este año 2022, junto a su esposa Mariyó.

Paz. El lúcido. El intelectual comprometido que lloró la derrota de la república española. El diplomático que renunció y condenó la masacre de Tlatelolco. El pensador que no le creyó a la mitómana izquierda latinoamericana. El esposo horrible de la inmensa y legendaria Elena Garro. El antagonista de Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes. El establishment. El reinventado una y otra vez. El poeta y el ensayista que es una de mis piedras para escribir lo que viene. Allí, en su memorial, está el diploma de su premio Nobel, que reconoció la grandeza del español latinoamericano. Sobre este lugar escribió: “A esta hora/ los muros negros de San Ildefonso/ son negros y respiran:/ sol hecho tiempo:/ tiempo hecho piedra,/ piedra hecha cuerpo.”

El día ha sido grato. Antes de salir del Palacio de Bellas Artes me tomo una foto en el Hall principal, el lugar del último adiós de Rivera, Agustín Lara, Siqueiros, Rulfo, María Félix, Leonora Carrington, Fuentes, Chavela Vargas, García Márquez, tantos otros, y antes que ellos, de la misma Frida. Siento que es bello poner mis pies en uno de los mausoleos de la cultura latinoamericana. En eso pienso mientras caminamos hacia Bucareli y Morelos por Avenida Independencia. La Juárez está a reventar de transeúntes y es prueba de la inmensidad mitológica de esta ciudad. Hago cálculos: 11 años. He esperado 11 años para esta cita. Quizá la ciudad de México no ha sido tan esquiva conmigo. Yo tenía 19 cuando me propuse alcanzarla. Había leído Los detectives salvajes como quien encuentra su lugar en el mundo. A esa edad tiene que ser así. A diferencia del poeta García Madero, personaje de la novela, no abandoné el derecho, que ha sido mi cable a tierra y también una alegría. No fui un anacoreta, un santo selvático, un perdedor nada preocupado por el dinero. Aunque lo quise con todas mis fuerzas, no viví sin timón y en el delirio. La estabilidad me ha costado demasiado, pero ha tenido un extraño sentido.

Las calles son oscuras, pero sabemos que estamos cerca. Al llegar a la intersección busco una cafetería lumpen, como en la novela de Roberto Bolaño se describe al Café Quito, trasunto del Café La Habana, cuya inmensa entrada aparece en plena esquina. Ingreso como se entra por primera vez a los templos. Otra vez tengo 20 años y quiero ser un poeta latinoamericano. ¿Lo he sido? ¿Acaso me he traicionado? Cuando leí Los detectives salvajes me pareció, primero, una novela sobre la literatura latinoamericana, y luego, una novela sobre la felicidad. Hoy la evoco como el registro de una lucha o una resistencia que todos han olvidado, un registro de lo que cuesta o lo que se pierde al pretender vivir de la escritura en América Latina, sorteando las precariedades, la marginación y la disolución. ¿Acaso en ese resistir estaba la felicidad? Una placa consigna que en este café estuvo Fidel Castro, el Che Guevara, y junto a los nombres de Paz y García Márquez, consta Bolaño. La historia es extraña. Pero no debería estar sólo él. ¿Acaso hemos olvidado a Mario Santiago Papasquiaro y a los demás miembros del movimiento infrarrealista? El Café La Habana, fundado en la década de los cincuenta, fue la sede de ese movimiento, que buscó hacer la revolución de la poesía o con la poesía. La escritura también es diluirse, apagarse, hacerse polvo de estrellas y no volver. Tomamos un cóctel llamado mezcalina y comemos machete de chorizo. El tiempo atraviesa avenidas, como una manifestación multitudinaria. Hay un dolor y una gratitud en la historia, que es como una solemnidad y una alegría. Veintidós millones de almas la habitan. (O)