Si, como decía Heráclito, no nos bañamos dos veces en las aguas de un mismo río, es imposible la inmutabilidad de una constitución, que contempla la organización política que el pueblo le da a su Estado y los derechos que reconoce a sus ciudadanos, en la medida que su voluntad no haya sido usurpada. Sin embargo, ha habido constituciones que se ha pretendido eternizar, como la Carta Negra de García Moreno, donde se dispuso que nunca podría alterarse el mandato de que la religión católica debía ser la única del Estado, o la impuesta en Chile por la dictadura militar en 1980, que creó muchas trabas para ser cambiada y que los chilenos se aprestan a desmontar. La mujer mapuche que preside la convención constituyente declaró que esa Constitución entregó los bienes naturales a las transnacionales y negó la existencia de los pueblos originarios.

Y es que, como expresaba Sieyès, “cuando es necesario tocar la ley suprema, las personas suficientemente conscientes dan un mandato especial a una asamblea constituyente, con exclusión de cualquier otro cuerpo, para revisar la constitución”. Es lo que se llama el Poder Constituyente Originario, que tiene lugar no solamente cuando se dicta la primera constitución de un Estado, sino cuando se modifican radicalmente sus estructuras.

Las constituciones del siglo XIX siguieron un modelo liberal y solo consideraban los derechos del individuo, no su posición en la sociedad. Las del siglo XX agregaron los llamados derechos sociales, fundamentalmente de los trabajadores. Así, la Constitución de México de 1917, hija de la revolución, fue la primera del mundo en incorporar los derechos sociales. En Ecuador, manifiesta el doctor Ramiro Ávila Santamaría, juez de la Corte Constitucional, en su libro El Neoconstitucionalismo transformador, que el derecho constitucional decimonónico, que fue propiamente liberal conservador, asoció riqueza con poder político y el Estado no reguló en absoluto la economía. El libre mercado y el sector económico privado caracterizaban el espacio público. Eran ciudadanos los propietarios que no trabajaban en relación de dependencia, esto es, la clase criolla, conformada por dueños de haciendas y ricos comerciantes, quienes accedían a cargos de representación, con exclusión de los pobres. Esas fueron las características de las doce primeras constituciones. Con la alborada de la Revolución liberal y otros movimientos posteriores, se amplían los derechos de los ciudadanos. Todos los avances sociales y económicos fueron resistidos por los poderes fácticos.

Luego llegamos a la Asamblea Constituyente del 2008, con plenos poderes para elaborar una nueva constitución y transformar el marco institucional del Estado, cuya creación fue aprobada por el 81,72 % del electorado. Y nace la Norma Suprema actual, que, al decir de Alberto Acosta, expresidente de la Asamblea, creó una Constitución impensable sin el acumulado histórico de las luchas de los pueblos de América Latina. Una Constitución apuñaleada desde afuera y desde adentro, antes y después de ver la luz y de la cual discurriremos en la próxima entrega. (O)