Sobrevivió a la polio, el frío, el hambre de la posguerra en la Unión Soviética. Hoy es una de esas babushkas con un corazón de acero y algodón de azúcar a la vez. Capaz de una ternura infinita: como las abuelas latinas no te deja partir sin haberte llenado la panza de golosinas, ni salir sin asegurarse de que estés bien abrigada. Pero es también directa: te equivocas, dice sin rodeos. Indestructible como una fortaleza no de roca sino de acero templado al calor de las pasiones eslavas como las que arden en las páginas de Dostoyevski, Chéjov y Bulgákov.

Imaginen a una mujer así estallando en llanto ante ustedes, el rostro descontrolado por el dolor, disculpándose mientras se seca las lágrimas con la manga del suéter de cashmere como una niña perdida. No poder abrazarla por temor a contagiarle de ese mismo virus causante de la tragedia que la apuñala. Murió mi hermana, por fin me lo dice, el llanto le dio un respiro. Su hermana menor, la que se negó a vacunarse, su hermana favorita, compañera de aventuras. Murió de corona sin saber ni cómo se contagió, porque en su país natal, así como en Alemania, vuelve a cundir el virus con su larga guadaña. Ya se llenan nuevamente las clínicas y las morgues, especialmente en las regiones con menos vacunados.

Quisiera abrazar a mi babushka, migrante como yo que en este país extraño me ha mimado como lo haría mi propia abuela: sopas, café y té; largas tardes melancólicas hablando de música y arte, de París, Moscú y libros; al despedirnos, monedas y chocolates para las niñas. Quisiera llorar con ella por todas las muertes inevitables, pero aún más por las muertes prevenibles. Por esta pandemia que no parece acabarse nunca, carrusel de caballos indomables. Llorar por todos los que deciden no vacunarse sin comprender las consecuencias, víctimas de la campaña de desinformación más exitosa de la historia moderna.

La esperanza es lo último que se pierde, esa fue la frase que practicamos hoy en nuestra clase privada de español. Pues así nos conocimos: ella buscaba una maestra y yo, sin saberlo, buscaba su calidez y sabiduría. Diez años más tarde, es ella quien me ha enseñado más, aunque soy yo la que semanalmente prepara ejercicios gramaticales tortuosos y complejos, pues solamente aquellos sacian su sed de filóloga jubilada.

Tantas veces he dedicado esta columna a personajes famosos aunque mi vida no esté marcada por ellos, salvo que sean escritores: los creadores de mis sueños. Me transforma la gente común como yo. Andando por la vida he conocido a mujeres y hombres de orígenes variados, con historias diversas que siendo lejanas, las siento cercanas. Hemos coincidido en alguna encrucijada y nuestras vidas se han quedado prendidas la una de la otra, y se han ido entretejiendo hasta el punto de no reconocer más dónde empieza su historia y termina la mía. Son estos seres anónimos como yo quienes iluminan mi imaginación y colorean mis emociones que el aislamiento adormece o hace girar obstinadamente sobre un solo eje gris. Si me faltaran esos encuentros y conversaciones, esas interacciones cotidianas o asombrosas, me volvería incapaz de interpretar el lenguaje del mundo. (O)