El ejercicio de la violencia física, sexual, étnica, social, económica, laboral, doméstica y política contra las mujeres es un fenómeno viejo, persistente y más o menos universal. Las diferencias las establece cada sociedad en cuanto al grado de tolerancia que muestre hacia sus expresiones y los agresores. El tema reaparece en la reciente película Promising Young Woman (2020), escrita y bien dirigida por la joven y prometedora debutante Emerald Fenell, y protagonizada por una insuperable Carey Mulligan. Luego de mirar la cinta, me pregunté si hay un delgado hilo rojo que une relatos tan diversos como la ficción de una pandilla de universitarios norteamericanos que viola de manera grupal e impune a una compañera embriagada, y la realidad de un dirigente indígena ecuatoriano que amenaza públicamente a una joven y prometedora asambleísta e integrante de su partido que no obedece sus órdenes.

¿Qué tenemos los hombres ‘contra’ el otrora llamado sexo débil? Uso las comillas para abarcar una posición común entre los varones hacia las mujeres, que oscila entre diferentes actitudes, desde la agresión franca hasta la gentileza condescendiente, pasando por todas las posibilidades que dan cuenta del desconcierto y la frustración que ellas nos producen, cuando nos percatamos de que hay algo inasible e indomeñable en la condición femenina. Desde los chistes y los memes, hasta los feminicidios, el así llamado ‘eterno femenino’ da cuenta de que en cada mujer hay una lógica que escapa a la comprensión masculina y no por ello es menos racional y bien fundada que la que presumimos los varones. Y sobre todo, que cada mujer, ‘no-toda-ella’, está sujeta al poder fálico que los hombres creemos representar, porque cada una siempre buscará una parte de su realización fuera de la relación con una pareja masculina o femenina.

‘¿Qué quiere una mujer?’, se preguntaba un Sigmund Freud desconcertado al final de su vida y de su obra, después de haber escuchado a cientos de ellas durante décadas y luego de todas sus investigaciones clínicas, confesando su desconocimiento de lo que sería el supuesto núcleo de la feminidad. Freud creía que sus discípulas responderían la pregunta, y eso no ocurrió. Finalmente apareció Jacques Lacan para renovar la pregunta a través de sus fórmulas de la sexuación, en las que la posición de una mujer está atravesada por el ‘no-toda’, que invita a cada una a preguntarse por aquella dimensión fundamental de su deseo particular, que escapa a la comprensión masculina, y que jamás podrá responderse ni realizarse solamente en la relación con un hombre como en los cuentos de hadas o en las películas con final feliz.

Esto es lo que los hombres no podemos comprender y nos cuesta trabajo aceptar, porque hiere nuestro ‘orgullo masculino’ y cuestiona nuestra mascarada fálica. Ante eso, la alternativa es: o bien aprendemos a asumirlo a través de un proceso individual o colectivo que bordea la reeducación, lo que paradójicamente nos enseñaría a afirmar nuestra masculinidad de modos más creativos. O bien nos rebelamos ejerciendo violencia contra ellas de diversas maneras. Que cada uno escoja, yo ya lo hice. (O)