Habré tenido 14 años cuando abrí los ojos y me encontré bailando sola. La música había cesado y mis compañeras, sentadas en el piso, me observaban en silencio. Luego escuché los aplausos. La maestra de ballet, Inge Bruckman, nos había pedido imaginar que éramos muñecas de trapo saliendo de una caja de regalos. Recuerdo la pieza de piano y las notas incrustándose en mi piel, envolviéndome en torpes movimientos. Repetiría esa interpretación en varios escenarios, sin imaginar que en 2010 la muñeca sería yo. Una condición de salud llamada distonía me haría mirar hacia el abismo y el abismo me devolvería la mirada por segunda vez. La distonía es considerada una patología rara, sin cura, codificada como G24 en la Clasificación Internacional de Enfermedades, cuyo origen se vincula a una alteración en la comunicación de las células nerviosas en varias regiones del cerebro. Según la Clínica Mayo “es un trastorno del movimiento en el que los músculos se contraen involuntariamente y causan movimientos repetitivos o de torsión” en todo el cuerpo o algunas de sus partes.

Circular por la ciudad es para mí una apuesta y aunque soy también mujer de titanio (con tornillos encajando mis vértebras), corro siempre riesgos. Da igual si son calles, parques, supermercados, edificios, restaurantes, comercios, boticas, servicios higiénicos, aeropuertos o clínicas. Cualquier pelafustán se parquea en los espacios reservados, con la complicidad de vigilantes y celadores; las veredas están desniveladas o llenas de obstáculos; no hay rampas o están mal construidas. ¿Qué hacen los municipios, observatorios u organismos oficiales ante estas incivilidades?

Hoy alzo mi voz para que se tome conciencia sobre lo extenuante que resulta para las personas con discapacidad sobrevivir sin la provisión de apoyos que mejoren su calidad de vida. Lo hice durante 50 años desde Fasinarm, impulsando la expedición de varias normativas sobre el tema; ahora lo hago, además, por mí y por tantas personas que soportan a diario el quemeimportismo ciudadano y estatal.

Hace pocos años me encontraba en el Museo del Louvre, era verano y el lugar estaba al tope de turistas. Al llegar al salón donde se exhibía la Mona Lisa, me situé a un costado para evitar atropellos. Mi cuerpo frágil, refugiado en la silla, temblando cual pájaro herido… De pronto, dos elegantes guardias se apostaron a mi lado, bordearon el gentío y me ubicaron frente al enigmático retrato. ¡Qué hermoso gesto de bondad!

Mi papá leía a John Rawls y yo revisaba los textos del prominente teórico para citarlo en algún paper sobre igualdad de oportunidades: “todos los valores sociales –libertad y oportunidad, ingreso y riqueza, así como las bases al respeto a sí mismo– habrá de ser distribuidos igualitariamente a menos que una distribución desigual de algunos o de todos estos valores redunde en una ventaja para todos”.

Sin duda, lo que hagamos para mejorar las circunstancias de vida de las personas con discapacidad generará siempre un bien mayor. Hablo hoy de la justicia y del imperativo de contar con un diseño de entornos para la accesibilidad universal. ¡Despierta, Ecuador! (O)