Aunque originalmente la palabra universidad se refería limitadamente a la comunidad de profesores y académicos, ahora la utilizamos como el ámbito por excelencia del conocimiento universal. Son casi mil los años que tiene este significado. En ese largo tiempo se ha fortalecido su identificación con la libertad de pensamiento y con la tolerancia a todas las ideas y a todas las corrientes. Sin esa apertura –ampliada y profundizada con el avance de la democracia– la universidad se negaría como tal. Ella es sinónimo de innovación y de cuestionamiento permanente al statu quo, independientemente del signo que tenga este. Por ello, no sorprende que todos los autoritarismos hayan buscado silenciarla o por lo menos controlarla y manipularla.

Pero, la preservación de ese carácter libre y creativo no depende únicamente de la buena voluntad o de la inacción de los gobernantes y otras fuerzas externas que puedan considerarle peligrosa. En igual medida depende de sus propios integrantes, de su planta académica. Cuando una parte importante de este cuerpo cede a las presiones de esas fuerzas o cuando cae en las tentaciones de dogmas de fácil consumo está demoliéndola desde adentro. Hay abundantes y dolorosos episodios de esta naturaleza en la historia, especialmente durante el siglo XX. Se pueden llenar archivos con los nombres de quienes colaboraron desde los claustros con el fascismo italiano, con el nazismo alemán, con el falangismo español y con el estalinismo soviético. Como herederos de esa línea, abundan en este tiempo los que guardan silencio frente a los autoritarismos del signo que les resulte más cercano o que se acomode a su gusto y preferencia.

Desafortunadamente, quienes más se expresan en ese sentido son las personas de izquierda (será, tal vez, que la derecha se siente muy cómoda en su silencio). Como lo hizo notar Albert Camus en El hombre rebelde, la izquierda tiende a caer con mayor facilidad en el estrabismo ideológico. Sus expresiones más recientes se encuentran en las cartas que se han multiplicado exponencialmente con la masificación de las redes sociales. Así, hace muy poco se llamaba a la solidaridad con quienes se movilizaban en Colombia (“con el pueblo colombiano” se decía) y se condenaba al Gobierno de ese país. Intachable, desde la perspectiva ética. Pero, al mismo tiempo se evitaba condenar a los causantes de la diáspora venezolana, a pesar de que sus efectos están presentes de manera dramática en las esquinas de las ciudades latinoamericanas en que viven los firmantes. La razón ética del primer caso quedaba anulada por la razón ideológica del segundo. Es la misma razón ideológica que ha establecido el silencio como norma frente a la represión del Gobierno nicaragüense y a su transformación en una dictadura. Y es la que condena a quienes se arriesgan a manifestarse pacíficamente en el malecón habanero ante la más larga dictadura del continente.

El episodio más reciente es la adscripción de un amplio conjunto de académicos a una carta que cuestiona a una universidad norteamericana por recibir como visitante a la exministra de Gobierno de Ecuador. Son las mismas personas que nunca se opusieron a que personajes como Fidel Castro pisaran alguna universidad. Y tenían razón de no hacerlo. La misma razón que deberían tener ahora si aceptaran que universidad significa universalidad. (O)