Alguna vez dijo un escritor que en una vida, y de las largas, solo cabe la lectura de cinco mil libros. Los millones que se han publicado deben andar por allí, peleando para conseguir lectores que recreen sus ojos en las blancas páginas. Pese a ello, obstinadamente pedimos, esperamos, suplicamos por más y más de esos artefactos que resultan obsesión y fetiche de muchas vidas. En acopio reciente, por encima de las varias décadas que las sitúan en la primera mitad del siglo XX, he leído la poesía de María Piedad Castillo de Leví y de Aurora Estrada de Ramírez.

María Piedad celebró con fuerza la pasional y trabajadora presencia del montuvio costeño...

Próximas y distintas, estas dos poetas que se llevaban quince años de diferencia, fueron mujeres que alternaron su vida familiar con una notable dedicación a la escritura y a los compromisos de representación oficial. Nacieron a la poesía dentro del modernismo y es fácil identificar en las primeras voces que emergen de sus poemas, esas emociones de tristeza e inadecuación a las que nos acostumbraron los Decapitados: quisieron huir, dialogaron con las sombras, se concienciaron de la muerte.

Guayaquileña de nacimiento la una, de acogida la otra, fueron sensibles al paisaje y las tradiciones de nuestro puerto. María Piedad celebró con fuerza la pasional y trabajadora presencia del montuvio costeño, a tal punto de captarlo como centauro, pero también como el productor de las riquezas que se lleva un patrón. Es llamativa su fe en el campesino porque frente al pesimismo de Gallegos Lara, que en Los que se van declarara que “los montuvios se van pa’ bajo der barranco”, ella hace restallar un grito: “Allá creen que mueres… y no morirás”. Dueña de un verso siempre rimado, de amplia gama métrica, cantó con énfasis elogios históricos y antropológicos que la sitúan en un claro territorio de mestizaje y raigambre nativa.

Aurora estuvo más tiempo dedicada a un intimismo que se nutrió en mitologías y leyendas para simbolizar agudamente significados de tradición poética: en el templo se adora a un dios, la marfileña estatua es venerada y un Eros vivo despierta el deseo. Ese deseo femenino que es explícito en el soneto “El hombre que pasa” y en el que ya la mujer libera mirada y pulsión sexual. La intensidad y finura de los trenos –versos de herencia griega para llorar a un ausente– son, a mi parecer, lo más hermoso e iluminado de su poesía, para clamar por la madre muerta, con ese viraje de sentimientos que le permite a una hija acunar a la madre mientras se la despide.

Soy consciente de que los gustos y las necesidades poéticas han cambiado. Doña María Piedad y doña Aurora representan a mujeres que consiguieron un puesto dentro de las letras a base de un tesón y de unas luchas familiares que protagonizaron con denuedo, pero también sé que las novísimas poetas no vacilan en sus elecciones porque ya tienen referentes y cuentan con una cadena que las enlaza en sólidos eslabones. Juntas recibieron la visita a Guayaquil de Gabriela Mistral, constataron que la célebre huésped ampliaba el círculo de las mujeres que tenían algo que decirle al mundo. Y continuaron escribiendo una obra que hoy quiero recordar y valorar. Porque se entregaron en palabras caudalosas, torrenciales, generosas. Porque la única manera de que sigan vivas es publicando sus libros, como el Municipio de Guayaquil y la PUCE de Quito lo han hecho. (O)