El COVID–19 llegó acompañado del miedo y la demora en disponer de una vacuna o un medicamento específico, creó estados de ansiedad y la prisa llevó a muchas personas a automedicarse con diferentes sustancias que van desde desinfectantes como el cloruro de sodio, que se usa para limpiar superficies y no está aprobado como medicamento, al contrario, puede causar muchos trastornos en la salud desde eventos adversos pasajeros hasta consecuencias graves que, incluso, pueden poner en riesgo la vida misma, pasando por el uso indiscriminado de vitaminas, preparaciones de hierbas y hasta medicamentos de venta con receta médica que, inescrupulosamente, se ponen al alcance de cualquiera.

Estudios señalan que este comportamiento está relacionado con algunas variables que lo promueven, facilitan o lo convierten en necesario, tales como la dificultad de acceso a los sistemas de salud para citas y programación de exámenes, el alto precio de los medicamentos, la publicidad, a veces, engañosa, el uso indiscriminado de la tecnología para obtener información inmediata no siempre garantizada por la ciencia, el mercado negro. También influye el desconocimiento de los temas de salud y la comunicación inadecuada hecha por personajes destacados en la comunidad, incluso presidentes, o la de personas que luciendo mandil médico aparecen en las redes y en comerciales, sin identificarse y sin tener una preparación científica para hablar del tema.

El COVID-19 volvió más evidente este comportamiento, pero la verdad es que la automedicación es bastante común, por lo que se vuelve necesaria la presencia de una campaña bien realizada que comunique los riesgos no solo en esta circunstancia y en lo que se refiere al COVID y sus variantes, sino siempre que aparezca un inconveniente de salud. Esto debería ser un aspecto prioritario que bien concebido y ejecutado disminuiría la necesidad de atender las consecuencias que deja la automedicación, que no es solo el consumo sin receta, sino también la alteración de la prescripción. (O)