Se han vuelto demasiado frecuentes los escándalos de corrupción y asombra ver la manera como sus protagonistas no muestran vergüenza al ser señalados, denunciados y procesados. Por el contrario, desde la clandestinidad, con grillete o detenidos, se muestran desafiantes y apelan a rebuscados recursos legales. Si se trata de funcionarios, se niegan a dejar su cargo.

Lo peor es que la ciudadanía, pasmada, observa que, aunque caiga alguna que otra cabeza visible, las estructuras delictivas siguen operando de manera organizada en las instituciones, para continuar aprovechándose del tráfico de influencias, de coimas y demás.

Los organismos de control no escapan de aquella contaminación. Los funcionarios probos no se alcanzan para procesar los escándalos visibles, no se diga lo que subyace y se perpetúa.

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Este lunes, desde la Cárcel 4, de Quito, el contralor subrogante, Pablo Celi De la Torre, renunció a su cargo después de intentar, por todos los medios, retener el dominio de la Contraloría General del Estado. Según la Fiscalía, Celi estuvo al frente de una estructura delincuencial que se dedicó a la gestión y cobro de sobornos a cambio del desvanecimiento de glosas. Los chats y audios que forman parte del expediente por delincuencia organizada revelan disposiciones y órdenes directas que él daba en relación con el desvanecimiento de glosas y otros temas.

En su carta de renuncia, Celi refiere que hay “fuerzas interesadas en tomar el control” de la Contraloría. Es comprensible entonces su ‘preocupación’ y su afán por maniobrar la designación del subcontralor.

La presunta operación de delincuencia organizada en la Contraloría tiene visos de seguir una trayectoria trazada por el antecesor fugado. De no iniciarse una auditoría externa e independiente y un proceso que transparente y sanee tan delicada función, los ecuatorianos no podrán estar seguros de que cumpla a cabalidad su misión: controlar los recursos públicos para precautelar su uso eficiente, en beneficio de la sociedad.