El 9 de febrero de 2023, los presos políticos de Nicaragua empezaron a vivir un nuevo capítulo que les cobra el haber sido opositores al presidente Daniel Ortega. Después de la cárcel les llegó el destierro.

De boca del mandatario nicaragüense el mundo confirmó ayer, 10 de febrero, que 222 presos políticos fueron excarcelados y expulsados a los Estados Unidos.

En el grupo hay una decena de sacerdotes, diáconos y seminaristas, pero tres religiosos se quedaron presos en Nicaragua: dos sacerdotes “por delitos comunes” y el obispo por “terrorismo”. Ortega sostiene que ellos se negaron a abordar el avión al que los demás subieron “voluntariamente”.

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No es el único castigo que el gobierno de este país centroamericano impuso a sus opositores. Ellos también serían despojados de su nacionalidad y ante la noticia de que se empezó el trámite para declararlos apátridas, España les ofrece la nacionalidad española.

El magistrado Octavio Rothschuh, presidente de una sala del Tribunal de Apelaciones de Managua, dijo que las 222 personas fueron deportadas por ser “traidores a la patria”.

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El autoritarismo de Ortega se pone en evidencia una vez más. El derecho a la protesta que se promulga en diferentes países democráticos ya venía siendo vulnerado en Nicaragua, nación que ahora solo escribe un capítulo más en la gris historia que desde afuera se lee, sin el afán de intervenir en la soberanía de un país pero con la convicción de defender los derechos políticos en general para que no se sienten precedentes nefastos para ningún gobierno.

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La expulsión hacia una potencia económica puede dar mejores días que una cárcel, pero de ninguna manera implica democracia. La pérdida de derechos, el despojo de la nacionalidad y la potestad de elegir dónde vivir no deben ser decisión sin sustento de un régimen. Las leyes deben ser respetadas por todos, igual que deben ser condenadas las acciones prepotentes, autoritarias y contrarias a la democracia. (O)