Los octavos de la Champions empezaron con un trueno: el derrumbe del Barcelona en París. Pese a ciertos malos síntomas previos en el equipo, que venía viviendo de los tres de arriba (Lionel Messi, Luis Suárez, Neymar), sin armazón en la media, no podía esperarse algo así. El PSG se mostró como una construcción por fin lograda por Unai Emery, armado en torno a un gran Rabiot, y con jugadores enérgicos, serenos, técnicos, bien organizados, solidarios.

El Barça, con Sergio Busquets y Andrés Iniesta fuera de forma y un André Gomes desesperante, no tuvo media cancha. Y esta vez, tampoco ataque, salvo por la parte de Neymar, que casi puede decirse que jugó solo contra once. Messi realizó su peor partido en el Barça.

Así que aquello fue algo así como la Matanza del Día de San Valentín: el Barça contra la pared y ametrallado. La defensa, sin protección de la media, se batió en dificultades ante las continuas llegadas del PSG, que atravesaba el medio campo una y otra vez como si jugara sin rivales. Los goles fueron cayendo escalonadamente, efecto de esa continua superioridad, de esa llegada continua de ataques, pausados, bien armados, al área del Barça.

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El número de cuatro goles marca la distancia adecuada entre ambos equipos, deja al Bacelona despeñado y eleva de golpe al PSG a la condición de aspirante. Una noche de gloria para Emery. (O)