El movimiento de sectores pujantes del norte de Guayaquil lo conforman quienes día tras día son parte de su desarrollo con su trabajo y tesón. En un recorrido por Kennedy, Urdesa, Los Ceibos y vía a la costa, encontramos a 24 personas quienes con sus labores aportan al crecimiento de la ciudad.

Son las 00:00 y al inicio de la av. Víctor Emilio Estrada, pasando Circunvalación, René Espinoza, de 19 años, sobre una escalera de unos cuatro metros, corta las ramas de los árboles ubicados en el parterre central. Todos los días, cuenta, se traslada desde su domicilio, en Florida norte. Trabaja para una contratista del Municipio.

Mientras a la 01:00, la jornada de René, oriundo de Colimes, culmina, el ajetreo nocturno predomina en los centros de diversión de esta arteria principal de Urdesa.

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Mishelle Álava se mueve ágil con jarras y botellas de cerveza entre las mesas del bar Rock & Rolla, su lugar de trabajo. Dice estar acostumbrada a laborar desde los 17 años. “Lo más pesado es lidiar con los borrachos, antes había trabajado en cafeterías, es la primera vez en un bar”, expresa apurada, pues debe continuar con su labor en este sitio, lleno de amantes del rock latino.

A las 02:00 el movimiento disminuye, y Enrique Vélez puede darse un respiro. Él es bartender de Canto Bar, ubicado en Kennedy Norte. En toda la noche no ha parado, pero asegura que hace lo que le gusta. Lleva 14 años en esta labor.

Una nueva orden llega y Enrique empieza a preparar los que podrían ser los últimos cocteles de la noche antes de partir hacia su domicilio, en el sur de la ciudad.

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No es así para William Pacheco, quien alejado del ruido espera para acudir a un nuevo servicio exequial. Son casi las 03:00, está en el local de Memorial, organización exequial de Urdesa; a él no le atemoriza ir hasta la morgue u hospital para transportar cadáveres en ataúdes. Su cargo como operario de servicios funerarios, durante dos años, le ha servido para sustentar a su esposa y a sus tres hijos.

Este es uno de los tres turnos en los que él labora y a los que asegura que ya se acostumbró.

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Asimismo, para Eduardo Barreto, los turnos ya no son un problema. Es despachador de combustible en una gasolinera Primax de Kennedy Norte, y a las 04:00 se dedica a limpiar las máquinas, a caminar de un lado a otro o a conversar con su compañero Luis Holguín, para que el sueño “no lo venza”. “Yo no me complico, ya me acostumbré, en la noche es todo tranquilo”, dice el joven manabita, quien gana el sueldo básico más horas extras.

Mientras, un policía motorizado cumple su labor en Los Ceibos, a las 05:00. Se trata de Marcelo Rodríguez, quien realiza su ronda en uno de los turnos.

Sale el sol
Cuando la oscuridad se deja ganar por los primeros vestigios de luz y comienza a hacer calor en Guayaquil, aparecen somnolientos los que madrugan a sus labores cotidianas.

María de Lourdes Lañón camina desde las 06:20, 16 cuadras desde su casa en la cooperativa Balerio Estacio hasta el paradero de la línea 8-1, para laborar como empleada doméstica en Puerto Azul. Esta madre de siete hijos, que llegó a la ciudad desde Esmeraldas hace tres años, cuenta que se “rebeló” para no trabajar los sábados, pues dice que “el Seguro nomás es hasta los viernes y mi jefa no pagaba horas extras”.

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Gonzalo Indio, de 46 años, también trabaja en una de las urbanizaciones de la vía a la costa. Es albañil y a las 07:15 se traslada en el mismo bus que María de Lourdes, pues a las 08:00 ambos ingresan a sus trabajos. En esta obra, cuenta el obrero de Paján, Manabí, lleva cuatro meses, y espera que luego lo vuelvan a contratar para otro “trabajito”.

Son las 08:10 y es la hora pico para el ingreso laboral, el tráfico en las vías es caótico y el ingreso por la puerta de servicio a ciudadelas como Puerto Azul luce copado.

Algunas madres dejan a sus niños en guarderías del sector. En Miraflores, a las 08:45, Paola Rodríguez recibe a algunos chicos en el centro Pequeños Traviesos. Esta parvularia cumple las funciones de coordinadora académica, se desempeña desde hace 18 años. “Me encanta mi trabajo, ellos son como mis hijos”, dice esta madre de un adolescente de 12 años.

Así como hay lugares que facilitan el desenvolvimiento laboral de las mujeres, otras cuentan con la ayuda de familiares, tal es el caso de María Guamán, de 35 años, quien junto a su esposo Manuel vende frutas en una camioneta, en la av. Leopoldo Carrera, de Colinas de los Ceibos. Sus dos hijos quedan al cuidado de su hermana, mientras ellos acuden diariamente al mercado de Montebello y luego venden sus productos de 09:00 a 16:00.

En la misma vía, unos metros más adelante, la cosmetóloga y esteticista Rina Molina se alista para su cita de las 10:00, en la que realizará un masaje y manicure en el spa Glam. “Estudié esto y me encanta ejercerlo, espero a futuro juntar un capital y poner mi propio spa en el centro”, expresa esta madre de dos niños y moradora de Durán.

El trasladarse diariamente desde su hogar hasta Los Ceibos le cuesta dos horas, una planificación de tres horas y tomar cuatro buses, pero asegura que “es mejor remunerada” que en otros sectores.

Son las 11:30 y un motorizado deja víveres en la casa próxima, se trata de Pedro Kronfle, quien hace entregas a domicilio, desde hace dos años para el Supermarket Chris & Kris de Los Ceibos. Él hace de todo un poco, pero principalmente entrega pedidos dentro del sector. Comparte su turno con otro compañero, hasta las 20:00.

Al mediodía, un sol abrasador obliga a transeúntes y conductores a detenerse ante el sabor de un frío granizado. Ahí está William Galarza, quien vende pasteles y granizados. En un día puede llegar a hacer $ 30 recorriendo Los Ceibos y zonas aledañas. Su hijo Luis Carlos, de ocho años, lo acompaña, aprovechando los últimos días de sus vacaciones. “Le gusta ir conmigo donde voy, y así aprende cómo su padre se gana el pan con esfuerzo”, dice este morador de Mapasingue oeste, mientras se retira, ya son las 12:30.

A las 13:45, los repartidores de flores hacen su aparición en la Kennedy. Paola Pérez trabaja en la florería Europa desde hace cuatro años y se encarga de realizar entregas especiales disfrazada de mimo. Su preparación de expresión corporal y maquillaje fue empírica, además anima shows infantiles.

Junto a esta florería se encuentra un taller donde se enmarcan cuadros, Ronald Reyes llega de su almuerzo a las 14:30, y aunque tiene siete meses en este lugar, conoce el oficio desde hace ocho años. “El

trabajo es recurrente cuando ya hay la experiencia”, sonríe el joven, mientras atiende a un cliente que le consulta el precio para enmarcar un título universitario.

Unas cuadras más adelante, por el Policentro, el aroma del maduro asado atrae a quienes a las 15:45 esperan los buses y son los primeros en dirigirse a sus hogares. Ana Quinde, oriunda de Ambato, empuja su carreta y se estaciona al pie del centro comercial. Ella vende los maduros con queso a $ 1, de lunes a viernes hasta las 20:00. En un día puede llegar a los $ 30 de venta con el 50% de inversión. “No me avergüenza trabajar en esto porque es el sustento para mis hijos”, dice mientras pela los maduros con sus manos oscurecidas.

Al igual que ella, el mecánico Luis Vargas cuenta que andar manchado de grasa todo el tiempo se volvió parte de su rutina. “Gracias a Dios mi esposa también entiende eso y no reniega”, y rápidamente se inclina sobre el motor de un auto que acaba de entrar al taller donde labora en Kennedy vieja, pues son las 16:35 y dentro de poco saldrá.

Mientras, a las 17:00, Íngrid Acosta recién empieza su jornada en Tacos & Jarros de Miraflores. Esta madre soltera de dos niños, que recibe sonriente a los clientes del restaurante, cuenta que en este trabajo le tocó aprender sobre comida y bebida mexicana. “Con la necesidad no estamos para ver qué trabajo te gusta y cuál no, pero aquí me siento bien”, asegura Íngrid, de 27 años.

Cae la noche
A las 18:40 la noche empieza a caer y el tráfico aumenta. Francisco Tigua termina de acomodar la carreta donde hasta la 01:00 venderá hot dogs y hamburguesas. El negocio, cuenta, es de su abuelo y se llama La carreta del Jefe, y está hace 40 años en Bálsamos y Costanera, en Urdesa.

A partir de las 19:00 muchas personas culminan su horario de trabajo, entre ellas Ana María Castro, quien desde hace 12 años es secretaria del decano del seminario teológico en la Iglesia Adventista Israel, en Víctor E. Estrada e Higueras. Para ella, su desempeño en la biblioteca del templo es más que un trabajo pues va ligado con su fe. “En todos los trabajos debe haber pasión por lo que hacemos y estoy muy satisfecha, me siento cómoda porque conozco muy bien lo que hago”, dice. Por eso, además de su labor administrativa, participa en otras.

Maritza Gaibor, médica del área de emergencias de la clínica Kennedy, sabe muy bien lo que significa tener vocación. “Emergencias es un área muy compleja porque viene de todo. Lo más difícil es tener un paciente crítico y lidiar con los familiares desesperados”, indica.

Agrega que para ella, como médica, es importante elegir a alguien que comprenda su ritmo de trabajo. A las 20:45 hay movimiento dentro y fuera de la clínica, un paciente con paro cardiorrespiratorio acaba de ingresar, Maritza nos regala una sonrisa y se aleja presurosa tras la puerta de emergencias marcada con letras rojas.

Pasadas las 21:00 el ritmo nocturno vuelve a encenderse. Es jueves y llegamos a una calle donde hace poco más de tres años el sexo se volvió una forma de trabajo. Conocida como ‘Holanda chiquita’, la calle Elías Muñoz Vicuña, entre las avenidas de las Américas y Plaza Dañín, guarda muchas historias.

Eduardo Bustamante es cuidador de carros. Él aguarda afuera del night club La Isla del Tesoro, para vigilar los vehículos de quienes llegan a este lugar. “Hace cinco años trabajaba para ellos, para sacar a las chicas que trabajaban afuera y se paraban aquí, yo las botaba hasta con agua”, relata mostrando una vieja conexión para manguera dispuesta en la pared del local. Ahora dice que se apartó de esa vida, se hizo evangélico y es independiente. Cerca de las 22:30 John Sánchez llega con su vehículo. Este taxista espera la salida de los “borrachitos”, mientras conversa con Eduardo. “Él se convirtió al Señor y en qué lugar, pero nos agrada su cambio”, comenta sonriendo.

Media cuadra más adelante las siluetas femeninas se bambolean por la tenue luz de la calle. Algunas se agrupan, conversan ruidosamente, cantan y bailan, esperando “que caiga algún cliente”. Otras prefieren trabajar en solitario, como Nicole, de baja estatura y largo cabello rojizo.

Ella habla sin temor, pero atenta a todos lados. “Aquí hay que amanecerse para hacer unos centavos”, dice. Asegura que llega a esta calle de vez en cuando para evitar los problemas con las “chicas” de La Isla. “Ahorita es complicado porque los hombres parece que no tienen mucho dinero para hablar con chicas”. Con acento foráneo, confiesa que se dedica a la prostitución desde hace año y medio para poder mantener a sus tres hijos. “Nadie te da trabajo si no tienes papeles en regla”, cuenta esta joven de 28 años, quien cobra $ 60 la hora.

El reloj marca las 23:45, en aquella calle de contraluces amarillos hay 18 chicas esperando los autos que escasean. Cerca de allí, hay gasolineras, restaurantes, puertos, calles y un sinfín de lugares en donde miles de guayaquileños se mueven sin cesar en una ciudad hecha para el trabajo.

Cifra
La ocupación plena alcanzó el 49,81% en marzo, el año pasado fue de 48,66%

8
De cada 10 plazas de trabajo son generadas por el sector privado