La vida de Alfredo Goya es un amorfino perfecto. Al fin y al cabo es el Rey del Amorfino. Un poeta popular que solo estudió dos años en primaria, el resto lo aprendió caminando por la vida. Desde hace 18 años vive atrás del cementerio, donde trabajó de administrador, pero hacía de jardinero, guardián, panteonero y hasta despedía a los difuntos con sus versos.

Hace pocos días lo volví a visitar. Su casita está sembrada a pocos metros del cementerio de Palestina. Casi vive entre tumbas, porque no hay un cerramiento.

Alfredo Goya Guerrero 68 años atrás nació en El Guayabito, recinto del cantón Palestina. A los 16 empezó a decir amorfinos, un arte que heredó de dos tíos: Casimiro Goya, un sembrador de café y cacao. Menciona también a su otro tío, Nicasio Aguirre, quien con su mujer, mientras en la cosecha recogían maní, se decían versos que Goya escuchaba.

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“De eso me quedan secuelas, es un don que Dios me dio a mí. Así uno, día a día, va difundiendo cosas y casos de la vida real”, expresa quitándose el sombrero blanco de ala ancha, casi su corona montubia que tiene en la copa escrito “El Rey del Amorfino”.

Hace cinco meses, el Municipio lo trasladó del cementerio a trabajar al parque La Florida. Pero antes Goya laboró de agricultor, artesano, vendedor ambulante y cuadrillero. Fue en Guayaquil, ciudad en la que vivió catorce años, donde ganó el título de Rey del Amorfino.

Todo empezó como tragedia, porque a sus 18 años, trabajando en el campo, unas ramas le hirieron los ojos y perdió la visión de uno. Buscando atención médica llegó a Guayaquil y se quedó. Primero fue artesano, luego vendedor ambulante.

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En las calles porteñas hizo amistad con el desaparecido Rey de la Galleta y ambos vendían sus productos diciendo coplas jocosas.

Caminando por el cementerio, Goya va contando anécdotas y versos casi todos alegres, porque prefiere ponerle buena cara a la vida: “Si me llegan a matar/ No me entierren en tierra santa/ Entiérrenme en tierra dura/ Donde pisa el ganado/ Me dejan una mano afuera/ Con un letrero colorado/ Para que digan mis amigos ya murió este desgraciado”.

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Entre cruces y tumbas, comenta que cuando trabajaba en el cementerio contabilizó 63 Goyas enterrados ahí: abuelos, madre, hermanos y otros.

Recuerda que antes del Día de Difuntos, los parientes mandaban a pintar las tumbas y el 2 de noviembre acudían con flores y velas que encendían, mientras rezaban y lloraban.

Pero hasta los rituales de la muerte han cambiado, porque hasta hace poco cuando enterraban a un difunto, los deudos disparaban cualquier cantidad de balas, ya no lo hacen porque es prohibido portar armas. Y los que tenían más dinero contrataban un DJ.

Cuenta que cuando había un entierro, casi siempre los deudos le pedían que dijera unas palabras en memoria del difunto. “Como yo soy un improvisador, enseguida acomodo una rima. Algunos solo saben 30 o 50 versos. Yo, gracias a Dios, soy interminable. No tengo que estar pensando qué versos decir, lo mío es inmediato. Es marca pistola. Jala y pum, disparo”.

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Trabajar en un cementerio es más tranquilo que andar por la calle, aquí no se ven fantasmas, eso es mentira. Yo daba vueltas de noche y no veía nada”.Alfredo Goya El Rey del Amorfino