Esta gran isla es la tercera de mayor superficie en Ecuador.¿Cómo es esta zona, que pertenece a Guayaquil, pero que casi no recibe visitas de sus “habitantes urbanos”? Recorrerla en bicicleta fue un viaje de profunda exploración

Si recortas todo el territorio de Puná de un mapa y lo pegas encima de otro mapa del Guayaquil urbano, son casi del mismo tamaño.

Similar área, muchas diferencias. Una gran parte de Puná está despoblada y allí se conserva su vegetación natural.

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El río Guayas, además, separa dos realidades: la ciudad con más recursos económicos, que avanza entre el tráfico y el comercio y una tierra en la que el tiempo parece ir más despacio y en la que, pese a tener 185 años como parroquia rural, faltan agua potable, alcantarillado y recolección de basura.

Allí los guayaquileños todavía viven de la pesca artesanal con bolso y trasmallo, la captura de cangrejos, ostras y otros moluscos, de criar chivos y de la lenta espera de las estaciones climáticas para cultivar los campos y poder aprovechar el ganado. Son los puneños quienes abastecen de moluscos y mariscos al Mercado Caraguay.

La salida a Puná

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El nuevo muelle de ese mercado, en el sur de Guayaquil, es el punto de partida hacia la isla grande. Nos cuesta diez dólares embarcarnos, cuatro por persona y seis por cada bicicleta.

El muelle de partida está junto al mercado Caraguay.

Tras pasar la zona de la playita del Guasmo, a menos de diez minutos de la partida, entramos en territorio de Puná y viajamos en lancha durante casi una hora por el río Guayas, anchísimo e imponente.

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Antes, el territorio puneño era solo la isla grande. En el último ordenamiento territorial se incluyeron las demás islas del archipiélago, como Mondragón y Puerto de Roma.

Aunque desde la lancha apenas se ven unas casas en las riberas y casi todo a nuestro alrededor es agua, mangle y altos árboles, hay veinte comunidades en las islas más pequeñas y quince en isla Puná.

Puná Nueva es la cabecera parroquial y nuestro primer destino. Llegamos al puerto en una lancha llena de pobladores, maletas de ropa y alimentos, cervezas y agua embotellada.

Puna Nueva es la cabecera parroquial. Está al norte de la isla grande. Foto: D. González

La escasez de agua es el principal problema en la isla. En julio del año pasado, la Alcaldía inauguró una planta desalinizadora que distribuye agua en Puná Nueva y abastece a unas 5 mil personas. Pero la población total supera los 20 mil habitantes y la zona oeste y sur aún no reciben agua potable.

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Día 1. Hacia Agua Piedra

Son las tres de la tarde y el trabajo ha terminado en Puná Nueva: la gente conversa en la orilla del río y afuera de sus casas.

Ya en las bicicletas tomamos el camino hacia Agua Piedra. No hay internet, así que nos movemos con Maps.me, una aplicación que funciona sin conexión.

Hay una vía principal, pero es fácil perderse porque hay rutas que hacen de límites de las camaroneras y sus piscinas, que ocupan gran parte de la isla. Hay guardias armados y carteles que advierten respuesta inmediata si se traspasan las fronteras.

Nos perdemos en una zona lodosa y aunque el guardia nos ve en problemas, no nos deja acercarnos al camino. Caminamos por media hora hasta cruzar una zanja de lodo hacia la ruta correcta.

Ceibo del camino y zona de la zanja junto a las camaroneras. Fotos: D. González (i) y J. Zambrano (d)

¿Cómo podemos estar rodeados de agua por todos lados y al mismo tiempo estar en un lugar tan seco?

El camino cruza el bosque seco tropical, que predomina en Puná: ceibos, cactus y algarrobos, talados en algunas zonas y en otras imponentes, un paisaje de película del oeste, que se mezcla con suelo arenoso a la llegada del recinto, justo cuando cae la tarde y su ventarrón. “A veces, hay tanto viento que no se ve nada, nada”, nos cuentan.

Agua Piedra no es una comunidad turística porque no tiene amplias playas. Sus pobladores, no más de 300 personas, viven de la recolección de conchas, de la ganadería y de la crianza de chivos. Hay tantos chivos, que cuando pasan las manadas, el ambiente se llena de polvo amarillento.

En Puná se crían chivos que luego se venderán en Posorja.

No llueve hace meses y el paisaje desértico parece absorbernos. Entre mayo y noviembre, la época más seca del año, las vacas son llevadas a la parte alta de la isla para que se alimenten, pues allí hay vegetación y albarradas.

El ganado regresa a los pueblos apenas llueve. Se fabrican quesos en las casas y se comercializa otros productos de los animales. Estos se venderán en Posorja, al igual que los chivos y las frutas como la chirimoya, que hasta tiene un día de fiesta en la isla, en el mes de junio.

Lo malo de las lluvias es que los deja encerrados. Muchas de estas rutas que pasamos en bicicleta se vuelven esteros y zonas de lodo, cuenta Dennisse Asencio, residente de Aguapiedra. Dennisse es secretaría de su comunidad y también usa su bicicleta como medio de transporte. “Cuando llueve solo nos podemos mover caminando, el lodo nos llega arriba de las rodillas”, relata. Solo en la cabecera, el 80% de las calles tienen pavimento o adoquines.

Puná es conocida por la historia de su pueblo aguerrido, liderado por el cacique Tumbalá (o Tomalá, como lo nombran algunos historiadores), señor de los Punaes, que se enfrentó a los incas y luego al español Francisco Pizarro en el siglo XVI

Dennisse Asencio y su familia (i) y la casa en la que dormimos en Agua Piedra. Fotos: D. González (i) e YVDP (d).

Pero en la isla hay un trato afable generalizado. Quizás esa característica luchadora de sus antepasados ahora sirva para sobrellevar el calor, la escasez de agua y otras necesidades como si fueran problemas menores.

Dennisse tiene 29 años y estudia el bachillerato en la comuna Cauchiche, a unos 25 km de distancia, en modalidad semipresencial. Quiere seguir la carrera de periodismo en la universidad y su hija quiere ser doctora. Pero en Agua Piedra no hay señal fuerte de internet. Las opciones que tendría es hacer clases online desde Cauchiche o la llegada de una universidad a la isla.

Según las cifras del último censo, el 33,1% de la población terminó la instrucción primaria; el 4,3%, la secundaria; pero solo el 2,5% culminó alguna carrera en la universidad. En Guayas la cifra es del 19,6%.

“Aquí siempre hubo poco trabajo”, cuenta Teodoro Ramírez, un puneño de 94 años. Pero ahora es peor, recalca. Trabajó toda su vida como agricultor, pero hoy otras personas trabajan sus tierras. Teodoro nos cuenta sobre el cerro de conchas ancestrales, uno de los atractivos de Agua Piedra y del secreto de su longevidad: la soltería.

En Agua Piedra hay un cerro ancestral formado por incontables conchas como estas. Son usadas para decorar.

César Solano, presidente de la comuna Cauchiche, explica que en Puná gran parte de la población es flotante. Los jóvenes migran hacia Guayaquil, Posorja y Machala en busca de trabajo y regresan los fines de semana y feriados. En la isla, dice, viven muchos ancianos y niños. Los últimos se ven perjudicados por la falta de agua de mesa, porque tienen desnutrición y otros males debido a la presencia de minerales en el agua. “La necesidad, en muchas ocasiones, hace que la gente beba el agua de los pozos”, añade.

Teodoro y todos los habitantes de Cauchiche llevan una vida apacible. Dennisse nos consigue una casa para dormir (el valor a pagar es voluntario) y prepara unas deliciosas lisas asadas para la merienda. Somos los únicos visitantes hoy.

En la noche, solo se escuchan el silbido del viento y el jaleo de los animales de granja, que parecen estar de fiesta en plena pandemia. Los gallos nos levantan al otro día, antes del amanecer.

Agua Piedra pertenece a la cabecera cantonal, pero aquí no llega el agua de la planta desalinizadora. En las casas hay bidones de agua para abastecerse. En una familia de tres se gasta un bidón de 20 litros cada dos días, ya que también la usan para cocinar.

A pesar de eso, la familia de Dennisse nos ofrece agua para el nuevo trayecto y no nos permiten pagar por ella. A cambio, les gustaría que les ayudemos a que más visitantes lleguen a su comunidad.

Día 2. De Agua Piedra a Subida Alta

Dennisse nos acompaña en su bicicleta hasta la vía principal.

El camino ahora tiene más subidas. Se avanza hasta el centro de la isla y luego hay un giro hacia la costa oeste, la parte turística.

A diferencia de Agua Piedra, en esta zona sí hay tiendas. Pero a mayor acceso a productos envasados, más basura en el camino. Menos del 10% de la población de Puná tiene un servicio de recolección de desechos. Cerca de Campo Alegre, la parada siguiente, hay un botadero grande a los costados de la vía y, según cuentan otros puneños, cuando recogen los desperdicios los botan en la zona montañosa de la isla.

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Tras dos horas pedaleando por el cerro Yasún, al llegar a Cauchiche y Bellavista -de donde parten las lanchas a Posorja-, el paisaje se vuelve playero. Una zona de arenales y un camino de palmeras terminan en una playa de más de 15 kilómetros; también hay restaurante y una hostería ecológica.

Las palmeras son el distintivo de Cauchiche.

Pero hay algo que ensombrece la belleza natural y el trabajo de la gente local para atraer el turismo: más basura, esta vez la que llega del mar.

La basura ha llegado siempre, cuentan los habitantes de la zona. Pero algunos dicen que la cantidad de desperdicios ha aumentado enormemente como consecuencia del dragado en la zona de Los Goles, en el acceso a Guayaquil, a comienzos del 2019.

“Cuando esto empezó, nos pusimos muy tristes (…) los plásticos son de Ecuador y tienen muchos años (…) encontramos una funda de leche con la frase: ‘ (Jaime) Roldós cumple’” de cuando él era presidente, cuenta Solano, quien ha formado parte de muchas mingas de limpieza organizadas por la Alcaldía y la Prefectura. Se recogen cientos de sacos de desperdicios de las playas, pero en seis horas que vuelve a cambiar la marea, vuelve la basura.

La empresa belga Jan de Nul comunicó en octubre del 2019 que su maquinaria draga a 10 metros de profundidad y que el plástico flota, pero grupos ambientales apoyan la teoría de los puneños.

El dirigente cree que las autoridades deberían intentar resolver el problema a largo plazo porque no se puede hacer turismo responsable si las playas están sucias.

Tampoco si no hay un muelle de desembarque seguro, ni recolección o tratamiento de basura. Casi ninguna zona de Puná tiene alcantarillado sanitario, por lo que las aguas residuales se descargan en el mar.

Dependiendo de la marea, la playa puede lucir llena de residuos o limpia, como en la imagen de la derecha.

La última parada del segundo día es Subida Alta. Allí se han construido casas comunitarias para turistas (donde dormimos), un muelle, sitios para comer, un mirador. Almorzamos filete de pescado y a esta hora ya la gente descansa, una vez más.

Hay otra gran playa con una cabaña -llamada Inesita-, para disfrutar el atardecer.

Allí también hay botellas plásticas, restos de soga verde, maderos y otros desperdicios, que revuelven los chivos y los chanchos, buscando qué comer.

El dueño de la cabaña cuenta que él intenta mantener su zona limpia, pero es una lástima que llegue tanta basura del mar. Quema lo que se puede, los residuos orgánicos de su local se los da a los chanchos y el vidrio lo utiliza para decorar.

La fogata que prende para quemar los desperdicios sirve para enmarcar la caída del sol. A lo lejos, se ven las lucecitas de Posorja, donde construyen el nuevo puerto por el cual realizaron el dragado.

Un niño juega en la fogata que hacen en la playa, al atardecer.

La de la cabaña no es la única fogata, pues se ha ido la luz en toda Puná y los vecinos usan el fuego para aclarar la oscura y nublada noche. Nosotros cenamos bistec de hígado en la sala de Ana Pérez, una de las dueñas de restaurante en Subida Alta, a la luz de las velas.

La playa de Subida Alta es amplia y con marea baja de puede pedalear en ella.

Día 3. Hacia Puná Viejo y luego a Posorja

Salimos casi al amanecer. Nos recomiendan salir muy temprano, porque a partir de las 11:00 el sol abrasa. “Aquí la gente trabaja desde las cuatro de la mañana, para llegar a sus casas al mediodía y no volver a salir hasta que caiga el sol”, nos cuenta Ana.

El último día es un recorrido de ida-vuelta hacia Puná Viejo, la comuna más antigua de la isla grande. Para llegar allá hay una ruta para autos y una vía más pequeña para caminar o ir en bicicleta. Ambas cruzan la parte alta de Puná, con subidas y bajadas constantes.

La ruta hacia Puná Viejo es la parte más alta y de esfuerzo mayor. Foto: YVDP

Es la zona menos árida en esta época y abundan los ceibos, que han empezado a botar su lana característica. Un puneño nos dice que lo mejor de Puná es cuando los árboles reverdecen con las lluvias y uno puede descansar del sol debajo de ellos. Él solía hacer eso cuando trabajaba recogiendo barbasco, un fruto letal para los peces que atacan el camarón.

En bicicletas, esas colinas pesan. Luego de treinta kilómetros de esfuerzo y de espantar a las vacas con nuestras bicicletas, llegamos al pequeño recinto en la zona donde hay más camaroneras, el sureste de la isla. En las piscinas aprovechan la entrada de unos grandes ramales de estero.

Sentados en un pequeño restaurante del lugar, en donde venden un encebollado que nada tiene que envidiarle a los mejores encebollados de Guayaquil, escuchamos reclamos similares: falta de agua, recolección de basura… A estas se suma el problema de las tierras. En Puná hay constantes disputas entre los dueños de camaroneras y los pobladores por el litigio de los terrenos y los últimos reclaman que la empresa privada no apoya a los pueblos con ninguna ayuda social.

La dueña del local cuenta que unos cocineros que llegaron a Puná le enseñaron a hacer encebollado.

“Pero tenemos un pozo con agua de mejor calidad que ellos”, dice el dueño del restaurante. Su esposa agrega: además, parece que ya nos van a dejar una entrada para llegar a las playas de aquí del sur, que son bien bonitas”

Es domingo. A lo lejos suena un parlante con música chichera. “Pueden escuchar música porque tienen un generador eléctrico”, añade. La energía aún no ha vuelto, luego de unas 20 horas. Es un problema grande, de algún transformador, nos dicen.

Intentamos llegar hasta la costa de Puná por esa zona, pero es complicado. Hay demasiados caminos de camaroneras y no sabemos si el acceso es permitido. Vuelven los carteles que prohíben un paso que es muy solitario, salvo por las aves que decoran los manglares y las piscinas.

Tampoco hay ninguna piedra de sacrificio de Tumbalá ni nada que lo rememore, aunque los habitantes de Puná Viejo están seguros que el cacique nació en esa zona.

Regresamos por la ruta principal hasta Bellavista, luego del último tramo de dos horas y media en bicicleta. Está tan seco que las ramas de árboles cubren a otros árboles, como telarañas. De nuevo, las palmeras indican que hemos llegado a la costa oeste.

La lluvia no se hace presente hace meses y es evidente en el paisaje.

La playa es amplia y hoy está algo limpia. Pedimos bebidas en un restaurante y tomamos fotos del final del viaje de 100 km rodando por la isla.

Es la una de la tarde y el sol nos despide de Puná, inclemente. Junto al puente metálico sobre el estero Cauchiche, parten las lanchas hasta Posorja, que está a 40 minutos de viaje y 3 dólares de costo.

Salida de las lanchas en el estero Cauchiche.

En Puná quedan nuestras huellas, el sudor de tres días y lo poco que pudimos aportar a los pobladores. Nos llevamos en la memoria hermosos paisajes soleados y la pena de ver la poca atención que recibe un sitio tan hermoso y grande, con los mismos derechos que cualquier parroquia de Guayaquil.

También nos llevamos nuestros plásticos, creyendo -quizás ingenuamente-, que en la gran ciudad serán tratados y reciclados como es debido.

Embarcamos junto con las bicicletas y otras personas. El estero tiene una vista maravillosa, limpia, durante cinco minutos. Cuando se hace más ancho y se siente al mar entrar, volvemos a ver desperdicios en las pequeñas playas. El verde del mangle se mezcla con el verde de los restos de sogas de pesca. Vuelve el plástico.

Vista a la salida del estero.

La basura en las pequeñas playas, justo antes de salir a mar abierto.