SANTIAGO, Chile

¿Qué es lo que hace que los países logren sortear de mejor manera los vaivenes propios de las crisis económicas, políticas o sociales?, si nos detenemos a mirar a aquellos países que en la región logran estabilidad más allá del presidente de turno, la radicalización de sus ciudadanos o las reformas económicas (que no siempre son de agrado para todos), encontraremos que el mayor resorte o colchón amortiguador es justamente la madurez o nivel de institucionalización que han logrado, mediante la consolidación de sus ideas y acciones a través de organizaciones y leyes o normas que se aplican adecuadamente para un bien común. Mirar, por lo tanto, con mayor atención aquellas trampas que están minando la institucionalización de nuestro país debe ser un ejercicio permanente.

Primera trampa común, la institucionalidad desequilibrada, es decir, la concentración extrema del poder en un solo sujeto, coalición o movimiento. Supone que debe haber una clara diferenciación e independencia entre quienes gobiernan, legislan y ejercen la justicia. No se debe confundir liderar una mayoría o lograr consensos y acuerdos nacionales con el extremo presidencialismo, el castigo a la divergencia de pensamiento (especialmente con opositores, pero también en el interior de las filas gobernantes). Eso no es lo que impedirá futuros quiebres, sino que ahondará la vulnerabilidad del Estado y los ciudadanos, ya que las instituciones, las normas o leyes no responden al ideal de independencia y representatividad requerido.

Segunda trampa común, suponer que el proceso de institucionalización es producto de la gestión: creer que la buena administración y la eficiencia en el manejo del Estado son garantías de una institucionalidad madura es una falacia mayor. Confundir la buena gestión con mayor democracia, representatividad y participación es un error, ya que lo que las instituciones deben garantizar, no es solo su buen funcionamiento, sino su independencia, capacidad de contrarrestar poder, responder más allá de las autoridades y esto se logra con mucho más que solo atender a tiempo una ventanilla del Registro Civil o acceso a créditos del Estado con mayor facilidad.

Tercera trampa común, sacrificar la institucionalidad en nombre del desarrollo: esto lo hemos visto en países como Chile o Argentina, que vivieron modelos de desarrollo económico exitosos con costos institucionales importantes, como el deterioro de la democracia o los derechos humanos. Creer que vamos a ser más estables con mejores carreteras o inversiones millonarias de países con intereses específicos es una manera de cubrir con un velo el deterioro de una institucionalidad que debe cuidar a una ciudadanía que frente a los conflictos no es escuchada (caso Yasuní) o es silenciada (caso ley de aborto) o peor aún penalizada (caso EL UNIVERSO). La forma como se enfrentan los conflictos y los desacuerdos es un termómetro claro de la madurez institucional que tenemos hoy.

La preocupación por avanzar hacia un mejor desarrollo y bienestar ciudadano no es exclusividad de quienes gobiernan, la tenemos todos quienes creemos que efectivamente el país debe avanzar hacia mejores condiciones sociales, pero con prácticas políticas e institucionales igualmente legítimas y fortalecidas en el tiempo. Empalagarnos con imágenes de desarrollo y avance, de la mano de la intolerancia, la falta de inclusión, desarticulación de oposición y sobre todo de débil independencia de las instituciones, es el camino contrario a la estabilidad que necesitamos.