Dentro de un par de semanas los chilenos votarán en segunda vuelta por la futura presidenta de Chile. Más allá de lo anecdótico que parece, el que sean dos mujeres, hijas de exgenerales de las Fuerzas Armadas, protagonistas claras del golpe militar (cada una desde su propia historia), representando a una generación política que ha liderado el país durante los últimos treinta años y encarnando la lógica partidista que durante muchos años ha dado estabilidad política a este país, lo cierto es que lo que verdaderamente Chile enfrenta (más allá de los personajes y sus anécdotas) es una incertidumbre nueva y propia de un cambio que llegó a pasos agigantados y que la política tradicional no ha sabido recoger adecuadamente. Me refiero al fin de una era que estuvo marcada por la transición, los largos periodos de la concertación en el poder y últimamente un cambio de mando liderado por el actual presidente (hijo también de los referentes políticos tradicionales).

Lo que la futura presidenta enfrentará (en donde las encuestas y sondeos dan por clara ganadora a Michelle Bachelet) es el fin de los equilibrios eternos e intocables de los tradicionales partidos y el paso a una nueva forma de hacer política, elegir y representar que hoy evidencia una brecha importante generacional y que justamente (ahí me parece a mí está la paradoja) esta nueva elección no fue capaz de resolver y tuvo que instalar a sus antiguos referentes (como la propia Bachelet o Mathei) porque las nuevas voces simplemente no fueron reconocidas de manera rotunda por el statu quo político. De cierta forma la llegada de Bachelet vino a resolver la distante posición existente entre los jóvenes que representan las nuevas ideas y necesidades, junto con la antigua casta política. ¿Quién si no Bachelet?, o ¿quién después de Bachelet? sigue siendo una gran pregunta que refleja muy bien el fin de una era que ella podría encarnar y sellar definitivamente. El Chile de hoy enfrenta desafíos de equidad junto con los de crecimiento económico, de calidad de la educación de la mano de mayor globalización, de representatividad de minorías junto con los consensos amplios y de largo plazo. Es un país que no podrá ser gobernado al ritmo de las marchas en las calles y que conoce muy bien el valor de la estabilidad democrática y la necesidad de contar con espacios robustos para gobernar. Sin embargo, Bachelet en su intención por diferenciarse de sus contendores (malinterpretando liderazgo con popularidad) radicalizó su discurso y también el tenor de sus propuestas. Cabe preguntarse entonces con qué fuerza podría gobernar, a quién realmente va a representar (recordemos que un porcentaje importante de quienes votan ni siquiera habían nacido para el año del golpe militar). Lo que se juega Chile en esta elección es finalmente la capacidad de transitar hacia una nueva forma de entender la relación gobierno y ciudadanía, basada en nuevos acuerdos y consensos muy distintos a los que por décadas ha estado acostumbrado este estable país.