La condición de ciudadano no se reduce a si estamos incluidos o no en la vida política o pública. Tampoco está determinada por lo que las leyes nos ordenan o marcan como espacio para actuar. La autonomía y libertad del ciudadano es el principio básico para una sociedad de derecho y es por ello que, frente al espejismo de vivir en un país supuestamente más democrático, inclusivo y participativo (“la patria de todos”), vale preguntarnos si finalmente todas estas promesas nos han permitido fortalecernos o no como ciudadanos.

Más allá de la ilusión de vivir en una sociedad más democrática, el peligro está en aquella idea sobre el Estado como el mayor, principal o incluso único fortalecedor y regulador de la ciudadanía. Esa mirada jerárquica, centralizada en un grupo (elitista en su composición), desconoce que al final la promoción ciudadana, por parte de estas redes de poder, termina debilitando la participación y no al revés. En otras palabras, es una paradoja en sí mismo el pretender promover la ciudadanía y el empoderamiento de esta, desde el concepto de redes aglutinadas en un poder central. Como contraparte está la idea de capital social, es decir, la composición de recursos que las personas van obteniendo debido a sus relaciones sociales y que son utilizados como vehículos para aumentar su capacidad de actuar, participar y lograr objetivos comunes. Este capital surge desde las bases, desde las propias personas y sus interacciones continuas permiten ir creando comunidad, pertenencia, ciudadanía común. El capital social evidentemente se puede estimular y promover desde las políticas públicas, y para ello se requiere reconocer la potencia y capacidad de autonomía que tienen los ciudadanos para poder contrarrestar, complementar y finalmente robustecer las relaciones que toda sociedad democrática aspira a tener. Una política que promociona el capital social permite el empoderamiento de todos aquellos que por distintas razones han quedado fuera, al margen, de la participación (incluyendo a quienes se oponen).

En nuestro país se ha pretendido estatizar y regular la participación ciudadana, lo cual es un camino absolutamente contrario a lo que inicialmente se planteó con la revolución ciudadana. Al crear en la Constitución el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, así como la inclusión del Decreto Nº 16 que regula a las ONG, se van materializando las concepciones más radicales de una forma (en mi opinión, errada) de pensar una sociedad robusta y participativa. Más allá de si el Decreto 16 efectivamente coarta el accionar de las organizaciones no gubernamentales (centrales para articular acciones y espacios de incidencia ahí en donde justamente las capacidades del Estado se agotan), lo peligroso es instalar los mecanismos que devuelven a los grupos jerarquizados (en la rosca estatal) la capacidad de deliberar si son o no estas organizaciones las adecuadas para tal o cual objetivo.

Estatización y alta regulación de las relaciones entre sociedad civil y Estado, de la forma como los ciudadanos deben o no participar, de los ámbitos en los cuales se permite o no incidir y contrarrestar acciones, es una clara política que se escuda falsamente en la necesidad de mayor orden y planificación (propio de quienes creen menos en la autorregulación y libertad como principio de convivencia). Ojalá no sigamos validando el debilitamiento de la participación, creyendo erradamente que autonomía social es sinónimo de ingobernabilidad y riesgo.