Cuando uno llega al último tramo de la vida, resulta necesario hacer un balance de todo lo vivido. Leí mucho, busqué mucho, mas al final siento que todas mis certezas son provisionales, saldré de esta vida sin haber obtenido respuestas satisfactorias. Debo aclarar que respeto todas la creencias. Si ciertas personas piensan prolongar su vida por tomar en ayunas una infusión de perejil, sangre de gallareta o ceniza de búho muerto, allá ellas. No creo en quirománticos, brujos, adivinadores, dueños imaginarios de un porvenir que nadie puede conocer. Ni el café, ni el humo de los cigarrillos, ni las cartas, ni las líneas de la mano saben del futuro, los horóscopos y los signos del zodiaco solo sirven para que se enriquezcan los llamados clarividentes y pseudoprofetas que pululan en internet.
Quisieron convertirme a varias religiones, estudié cada una con mucho esmero, decidiendo al final no quedarme con ninguna. Me atrajo durante varios años el budismo. Es importante recordar que Buda nunca se consideró a sí mismo como un dios. Más bien se presentó como un “señalador de camino”. Según él, las primeras vidas se formaron en la superficie del agua y a través de los años se desarrollaron de organismos simples a organismos complejos. Todos estos procesos no tienen principio ni fin y están siempre en movimiento por causas naturales.
No creo en apariciones de dioses, santos, extraterrestres. No creo en otra vida después de esta, aunque sea el más dulce de los cuentos, trato de hacer el bien por convicción sin esperar recompensa ni temer castigos. La solidaridad, el deseo de no lastimar a nadie, la dedicación a un ideal de paz, de amor, de justicia, bastan para llenar el corazón de un hombre razonable. Nunca odié a nadie, pues considero que el odio es una perturbación inútil del alma, sufre más el odiador que el odiado. No creo en estampas, estatuas, señas rituales, amuletos, mal de ojo, muertos que vuelven para penar, fantasmas y ectoplasmas.
El Antiguo Testamento, que leí varias veces en su totalidad, relata múltiples asesinatos y crímenes, siendo el peor la aniquilación de todos los seres humanos, exceptuándose a Noé y su familia. En cualquier idioma, se llama genocidio.
No creo en diez mandamientos sino en uno que casi los incluye a todos: amar con todo el corazón, lo que significa no hacer daño, no lastimar, tratar de no juzgar a nadie. No entiendo que un creyente sea racista o trate con displicencia a su empleada. La idea de mi inminente muerte me permite vencer las humanas ínfulas. Tampoco creo en uniformes, oropeles rutilantes que ocultan o disfrazan la personalidad real.
Intenté, sin haberlo logrado siempre, ser una buena persona, compasiva, consciente, tolerante. Supe ofrecer disculpas cuando me equivoqué, mas no todos los seres humanos tienen la nobleza de aceptar nuestras excusas. No me siento en posesión de ninguna verdad absoluta, deseo que Dios exista o algo parecido, que sea luz o energía, pero sea lo que sea o quien sea, me dio la capacidad de poder dudar y nadie me puede reprochar haberla usado. (O)