Por el año 1927 el sucre estaba muy cerca del dólar, pero subió paulatinamente. Cuando llegué a Ecuador un dólar eran como veinte sucres, luego se disparó a 2.564 para llegar a 11.786 en el año 1998. El último sobresalto lo ubicó en 25.000 en el momento de la dolarización. Estoy viendo en este momento, con cierta nostalgia, un billete de cincuenta mil sucres. ¿Sigue siendo posible que en el futuro volvamos a hablar de cien mil o de un millón como si nada? La inflación nuestra ha sido moderada, pero los muslos de pollo que costaban $ 3,71 en el 2003 ya superan los $ 7.

No olvido aquel año 2000 cuando entonces “sinceraron” los precios, recuerdo el indicativo del verbo sincerar a la primera persona: sin-cero. Desaparecieron los ceros en un santiamén y nos topamos en el supermercado con nuevos precios. Me sigue preocupando la idea de volver a las mismas angustias. ¿Si hablamos de “sincerar” los precios significará que los de antes fueron falsos o solapados? ¿Podrán nuevamente franquearse? Respiraremos hondo frente a la caja registradora del supermercado, el encargado nos mirará con pasmosa veracidad mientras un foquito rojo casi secreto como el ojo de Satán irá descifrando el valor de nuestras compras. Pienso en nuestros amigos venezolanos que van al supermercado con fajos y fajos de billetes, no deseamos regresar a este mismo punto. La fundas irán avanzando inexorables en la banda rodante, el cajero pulsará las teclas. Según su humor permitirá o no que veamos cómo irá subiendo la cuenta después de cada artículo. Unos compradores blandirán su tarjeta de crédito con la mueca satisfecha de Mister Bean o de algún árbitro furibundo sacando de la cancha a Antonio Valencia. Otros, luego de rememorar lo que guardan en efectivo, optarán por retirar del mostrador artículos de mayor costo como quien aligera el peso del avión para evitar su aparatoso estrellamiento. Mi sentido de empatía me pone en la piel de toda la gente.

Siempre estará una señorona que se presentará en la caja empujando dos carritos llenos hasta el tope con las más caras vituallas. El cajero le anunciará la suma final algo escalofriante, pero ella sacará de su cartera una pluma fuente de dieciocho quilates, girará un cheque con el desparpajo de Jamil Mahuad firmando el decreto del feriado bancario. Seguiré entonces viendo en filas aledañas a unas mujeres sufriendo lo insufrible, siguiendo la carrera de los dígitos bajo la ágil mano del cajero de turno. Aquellas humildes amas de casa tendrán que escoger entre el arroz y el azúcar, la mortadela o la leche. La pensión de los jubilados no alcanza, es difícil conseguir un empleo; con sueldos tan bajos uno puede contraer una caquexia galopante. Pero los precios volverán a ser sinceros.

Teníamos una moneda real hasta su nombre, ahora tenemos un billete verde en el que guiña un ojo ilusorio el prócer de otra patria. No sé si debamos extrañar a Montalvo mientras nos engatusa George Washington. Todo puede suceder y nadie es dueño del futuro. ¿Cómo será la moneda que usarán nuestros tataranietos? Mientras tanto, seguiremos bailando entre volcanes. (O)