En estos días finiquité mi tesis del máster sobre el cuento de Borges: El Aleph. Les quería compartir una reflexión sobre el poema (La Tierra) que escribe Carlos Argentino a lo largo de la narración. Pero antes, unos brochazos introductorios. ¿Qué es el Aleph? El objeto “donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. Dice el narrador: “El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. (…) Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, (…) vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara”. ¿Quién es Carlos Argentino? El dueño del objeto y constante observador de este. Precisamente esa es la génesis de La Tierra (“tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe”.). Sin embargo, lo que podría parecer un gran poema, no lo es. Su novedad (un poema que describe todo el planeta), acaso, no es suficiente para alcanzar el auténtico estatus de arte literario.

Un poema no es poema porque uno desee. No es sencillamente utilizar un lenguaje elevado o rebuscado, una métrica atorrante y repetitiva como piedrazos. Lejos está el germen de la poesía del puro berrinche de escribir algo en forma versificada. De allí que al poema no hay que demandarle (únicamente) la revelación de su “significado”, la arqueología de sus palabras. En él, es más elocuente el ritmo, los suscitados silencios. Estos últimos, los verdaderos reveladores del poema (lo no dicho es lo mejor dicho). Decía Octavio Paz (poeta y ensayista): “La palabra poética jamás es completamente de este mundo: siempre nos lleva más allá, a otras tierras, a otros cielos, a otras verdades. (…) Nunca la imagen quiere decir esto o aquello. Más bien sucede lo contrario, según se ha visto: la imagen dice esto y aquello al mismo tiempo. Y aún: esto es aquello”.

En esa ignorancia radica el problema de Carlos Argentino (y nuestro problema moderno): el ímpetu de hacer y hacer, de comprender y memorizar, de entender (por sobre sentir). No hay espacio para el misterio. Si el poema fuera una mera enumeración de la realidad, una manera más “entretenida” de conocer las cosas, no existiría la poesía. Jamás se hubiera sentado a escribir Dante, Noboa-Caamaño o Frost. Un poema nace no solo como testimonio de una experiencia, de una idea, de un instante o recuerdo, de una sensación o sentimiento. El poema aspira a transgredir el límite de las palabras para (intentar) comunicar lo inexpresable. Decía maravillosamente una académica, quizá sin saberlo, en un paper sobre José Ángel Valente: “El lenguaje de la poesía se sitúa, así, en el límite en que se hace imposible el decir, pues solo en su imposibilidad encuentra su despertar”. Si la palabra amor lo dijera todo, no brotarían aún poemas, canciones o películas románticas.(O)