En el régimen pasado, fui testigo casual de una que otra ridiculez que daba cuenta del criterio reinante en el Ministerio de Educación. Una joven editora de libros de texto se había convertido, de la noche a la mañana, en la reina de los materiales pedagógicos y acababa de hacer un pedido de miles de globos terráqueos. No supo responderme ante la pregunta de por qué o para qué, ni al comentario de que, aunque aparecen en las aulas de películas anodinas, no significa que sea una ocurrencia común.

No mucho después, en una escuela en las montañas ecuatorianas, se cruzó en mi camino un globito empolvado, olvidado en una esquina. Y la culpa no era de quien no le encontró uso, sino de quien hizo la compra. Como esos artilugios que se compran por impulso y terminan arrumados en un cajón de la cocina.

Por esos mismos corredores andaba la condesa de las variables, con un triste impreso en mano que no había visto la luz en una revista científica. Decía que en Kenia los textos escolares habían aumentado el aprendizaje, entonces en Ecuador iba a pasar lo mismo con los libros gratuitos del Gobierno. Como si el conocimiento entrara por ósmosis. Otro ilustre pensador, llamémosle el marqués de la economía, llegó a determinar en alguna revista de medio pelo que los uniformes gratuitos tenían impacto negativo en la matrícula o retención escolar, no recuerdo bien, en alguna parte de Ecuador. Como si se pudiera identificar tal causalidad.

Hoy, el 16 % de los estudiantes de secundaria que participaron en un estudio en Ecuador exhibieron características de malestar psicológico. Para el 50 % de ellos, la principal preocupación es su escolaridad, seguramente porque muchos no se han conectado a internet para cumplir con sus tareas. La solución del Ministerio de Educación ha sido empeñarse en pedir un portafolio que contenga todos los trabajos que hizo cada estudiante durante la cuarentena nacional. Hasta en colegios pagados, intentar reunir estos trabajos en las actuales condiciones será difícil. Y el riesgo es que muchos estudiantes no tengan la nota mínima porque falta algo y terminen en una supuesta recuperación pedagógica bajo las mismas normas y por tanto dificultades de conexión.

Hablamos de una nueva normalidad, pero el Ministerio de Educación, resistente a los cambios de verdad, quiere seguir en la anormalidad de siempre. No puede pensar en métodos realmente alternativos de aprendizaje sino que disfruta imponiendo formalismos castrantes que poco fomentan la comprensión y el desarrollo de habilidades.

¿Qué función tiene el famoso portafolio? ¿Quién, siquiera, lo va a ver? Pero, más importante, ¿y para qué? Si lo hizo el estudiante como forma de salir del paso, con la ayuda de adultos desesperados porque cumpla, tendrá un propósito contrario al educativo. Quien lo hizo con cuidado y cariño, lo verá partir como la mamá o el papá vio volar su empleo o emprendimiento en estos meses.

No hubo la capacidad de pensar en abordajes y mecanismos diferenciados, que atiendan las dramáticas inequidades que ahora solo permanecerán acentuadas entre el campo y la ciudad, el sistema privado y el público. (O)