El pasado domingo, este Diario publicó dos reportajes que tenían como tema central la protección y cuidados que reciben o dejan de recibir los niños.

Uno se enfocaba –a partir de una alerta de Unicef– en las incidencias que tienen en los infantes las medidas adoptadas por los Gobiernos de América Latina para contener la propagación del coronavirus.

Los sectores de la población de ingresos medios y bajos han sido golpeados por el COVID-19 de doble manera: por estar en condiciones más proclives al contagio de la enfermad y también por el cierre físico de centros que brindan servicio social, lo que afecta al desarrollo de los niños.

El segundo reportaje recopilaba varias situaciones de descuido, maltrato y agresión, incluso sexual, contra menores dentro del hogar en el cantón El Triunfo. Se trata de hechos que tuvieron atención mediática. Por fuera quedan los casos que no se denuncian o no trascienden.

La Organización Mundial de la Salud, en una publicación del 2003, señala: “El maltrato o la vejación de menores abarca todas las formas de malos tratos físicos y emocionales, abuso sexual, descuido o negligencia o explotación comercial o de otro tipo, que originen un daño real o potencial para la salud del niño, su supervivencia, desarrollo o dignidad en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder”.

Se da por sentado que, de manera natural, padre y madre se constituyen en protectores de sus hijos y son capaces de grandes esfuerzos para cuidarlos y ayudarlos a crecer en el mejor ambiente que les sea posible. Sin embargo, la cantidad de hechos denunciados da cuenta de adultos que los abusan y en determinados casos acaban con la vida del infante.

La manera en que las sociedades tratan de contener esa barbarie es con justicia eficiente, adecuada educación y asumiendo el tema como asunto de salud pública.

Hay que hacer más en esas direcciones, pues es muy difícil tratar de remediar lo que pudo evitarse con cuidados y protección oportunos. (O)