Hace pocos días, el diario El País (Madrid) analizaba la diferencia del comportamiento de los españoles y los japoneses, los coreanos del Sur, los chinos y otros pueblos de Asia. Son muy disciplinados, obedecen los consejos de las autoridades para evitar contagios. En general la respuesta social ha sido ejemplar. El modelo es Japón. Ha controlado la pandemia hasta donde es posible y se sabe. Su pueblo es educado desde la infancia en el respeto a los demás y a las normas de convivencia social. Son aseados y nadie se atreve a tocar objetos dejados en lugares públicos. Conozco un poco de literatura japonesa. Mi primer libro japonés fue de Yukio Mishima, Confesiones de una máscara. Yasunari Kawabata me deslumbró: La casa de las bellas durmientes es de una delicadeza impensable.

Los japoneses son respetuosos. El periodista español atribuye la diferencia al sentido cívico, el civismo. La palabra es antigua: según Corominas, viene del latín civilis, propio del ciudadano, del que vive en la ciudad. Esta permite la existencia en buenas condiciones, caracterizadas por los servicios públicos. La contrapartida, de parte de los ciudadanos, es el respeto a las normas. Recuerdo que para Pericles, democracia significa respeto a la autoridad, a los vecinos, a las costumbres que organizan la sociedad. Para los egoístas, eso de poner freno a la libertad es algo impertinente, porque viven según la regalada gana. Contagian y no les importa.

A pesar de esfuerzos realizados en el pasado, como la Reforma Curricular en la época de Sixto, julio de 1993, la palabra civismo ha desaparecido del lenguaje común. El esfuerzo que se hizo no fue sostenido. Se pensaba, tal vez ilusamente, que en la próxima generación el módulo Ético-cívico habría penetrado en la conciencia social. No fue así. Faltó profundizar en el gremio de los maestros, encargados de la educación formal.

Nuestro pueblo carece de sentido cívico, lo mismo que algunos europeos. La disciplina no forma parte de la manera de ser de los ecuatorianos. En estos días en que celebramos los 200 años de la independencia de Guayaquil, Cuenca y otras ciudades, nos jactamos del valor de nuestros héroes, de su determinación, de su honradez. Si ellos no hubieran tenido muy acendrado el sentido de amor a la libertad y a la patria, la juventud no hubiera ofrendado sus vidas ni los ricos hubieran dado su dinero para comprar las armas con que pertrechar sus ejércitos. Vencieron.

El civismo requiere sacrificios. Tener la capacidad de renunciar a mi libertad para entregarla a los demás y recibir a cambio la de ellos. Es el pacto social de Rousseau. El filósofo inglés Isaiah Berlin lo llamaba “libertad negativa”: el sentido de aceptar una coacción que proviene de otro, que implícitamente me obliga a renunciar a algo legítimo. Para decirlo en términos más comunes, ponerle freno a la regalada gana porque tengo que preservar mi vida y la de los demás, incluyendo a mi familia.

Ha hecho falta que las autoridades inviten al pueblo a que se discipline, a que ponga freno a sus apetitos en beneficio de mantener su salud. ¿Ha visto usted, lector, algo que trate de convencernos y no solo a multarnos? (O)