Mi perrito Toby, de raza lobo, fue alegre. Si viviera todavía, estaría en un nuevo hogar. Nos cambiamos de casa seis días antes de su partida; ya que no estamos más en el muelle junto al estero, tenemos un hogar nuevo donde vivimos bien.

Aunque no vino mi mascota con nosotros, siempre estará en nuestros corazones. Perrito querido. Llegó a mi vida. Mi familia y personas que lo conocieron: obediente, valiente, hermoso, amigable...; de color blanco y cola alzada. Fue amigo fiel y más. La vida no es para siempre: tiene final, como en los cuentos; en un abrir y cerrar se la lleva el viento.

Toby estuvo conmigo once años; nunca se va a ir: aunque no lo vea, lo tengo en mi corazón, como a muchos seres que amo. Más tarde, o temprano, estaremos juntos, así como le dije en un principio que no se preocupara, que estaría bien. Así será, aunque no esté con la familia. Me consuela una frase; dice: “Al pasar el río me estará esperando para ayudarme cogiéndole su cola”. Lo quiero mucho. Escribo esto aunque mi can no lea. Lo quise mucho y quiero aún más. A veces pienso que está en la casa, a mi lado, pero miro y no es así. Me duele porque sus ladridos, compañía, me hacen falta. Algún día jugaremos otra vez como en noche de luna llena; aullaré, correré con él. Fue maravilloso. Existen perros cariñosos; ninguno como él. Cada mascota tiene una forma de amar al dueño, como el dueño tiene su forma de amar a su animal. Cada mascota es diferente; su cariño no se compara con cualquiera. También Osito, su compañero perruno, cuando Toby se fue a otro mundo, estuvo muy triste; no comía, no tomaba agua, se quedaba en un solo lugar. Días antes que muriera mi perro, vi a uno de su camada que se parecía mucho, pero no era igual. Mi padre sepultó a Toby en una isla junto a una palmera. Cuando miro el mar, extraño más a mi perro. (O)

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Arelys Stefanía Reyes Pinto, estudiante, Santa Elena