La mayoría de los análisis de la guerra entre Israel e Irán destacan al enriquecimiento del uranio como factor central del enfrentamiento. El núcleo del conflicto, según esa percepción, está en la posibilidad de que Irán alcance el nivel que requiere la elaboración de una bomba atómica. Sin duda, es un asunto importante, ya que en caso de lograrlo podría concretar el objetivo final, definido por los ayatolás que lo gobiernan, que es la eliminación de Israel. Desde 1979, cuando se instaló la teocracia, se propuso no solo borrar del mapa a ese país, sino exterminar a la población judía como etnia y como grupo religioso. La disponibilidad de un arsenal nuclear sería el instrumento preciso para ese fin.

Sin duda, ese es el desencadenante de los enfrentamientos que se han producido en los últimos días. Pero la raíz del problema hay que buscarla mucho más atrás en la historia. Sería necesario remontarse a los tiempos bíblicos en que los pueblos semitas se fueron diferenciando y entrando en conflictos que escalaron hasta convertirse en guerras por territorio y por recursos. Pero, posiblemente, la respuesta se encuentra en tiempos relativamente más cercanos, cuando de un mismo tronco surgieron las tres religiones monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el islam. La ruptura se fue concretando a lo largo de varios siglos hasta imponerse como factor de enfrentamiento por encima de las causas económicas o de cualquier otra naturaleza. Las Cruzadas, la caída de Constantinopla y el Holocausto constituyen hitos de esa larga pugna.

Debió pasar aún mucho tiempo para que el avance de la ciencia y del pensamiento fueran relegando a ese factor de enfrentamiento. La secularización de las sociedades convirtió a la religión en un asunto personal, cada vez con menor incidencia en la vida colectiva. Pero el avance en esa dirección no se manifestó de manera similar en todas las latitudes y tampoco incidió con el mismo peso en todas las religiones. La herencia de aquel pasado remoto se manifiesta en varios hechos contemporáneos. Es una herencia que, de la misma manera que ocurrió en tiempos remotos, se combina con otros factores, pero no por ello pierde esa marca genética.

La guerra actual es un enfrentamiento en varios frentes. Uno es el islam contra el judaísmo, el más evidente y que tiene un final impredecible. Otro, que está larvado y que se expresa en actos aislados, es el del islam en contra del cristianismo. Un tercero es el que afecta internamente al islamismo, en que chiitas y sunitas disputan por la interpretación de la palabra de Mahoma. La dimensión de la suma de estas confrontaciones se amplía cuando se toma en cuenta que todas esas religiones consideran a sus fieles como parte del pueblo elegido. Quizás el cristianismo es la que en menor medida ha mantenido esa creencia (que seguramente se debe a la larga convivencia con regímenes democráticos). Pero, aun en este caso, cabe recordar que EE. UU. reivindica esa tradición, aunque lo hace en términos más geopolíticos que religiosos. Cuando la guerra religiosa llega a su máxima expresión prácticamente no hay espacio para los acuerdos. En el mejor de los casos, estos se deberán a asuntos puramente prácticos, como el agotamiento de armas y en general de recursos bélicos, pero solo servirán para tomar aliento y comenzar una nueva cruzada. (O)