En el Día de la Tierra, las dramáticas advertencias sobre el cambio climático son omnipresentes. Pero la mayor parte del revuelo es enormemente exagerado. Este alarmismo climático generalizado es la culminación de la persistente ansiedad ecológica de las últimas décadas. Ya en 1982, las Naciones Unidas predecían que el cambio climático, junto con otros problemas medioambientales, podría causar una “devastación mundial tan completa e irreversible como cualquier holocausto nuclear” hacia el año 2000. No hace falta decir que eso no ocurrió.

Hoy, casi todas las catástrofes se atribuyen al calentamiento global, y se nos dice que debemos cambiar radicalmente el mundo entero hacia 2030 para evitar el apocalipsis.

Estas exageraciones irresponsables están destruyendo nuestra capacidad de tomar decisiones sensatas para el futuro. En realidad, las evidencias demuestran que las catástrofes relacionadas con el clima están matando mucho menos que antes. En el último siglo, el número de muertos por inundaciones, sequías, tormentas, incendios forestales y temperaturas extremas ha descendido un increíble 98%.

Y el tan discutido plazo de 2030 para solucionar el cambio climático también es erróneo. Se basa en una política arbitraria que ningún país importante está llevando a cabo. Además, la afirmación del apocalipsis es muy exagerada. El Grupo de Expertos sobre el Clima de la ONU estima que la persona media dentro de medio siglo será un 363% más rica que hoy. Cuando se incluyen todos los impactos del cambio climático, el aumento del bienestar será, en cambio, equivalente al 356% de los ingresos actuales. Esto es un problema, no el fin del mundo.

El cambio climático es real y provocado por el ser humano, y es un problema que debemos abordar con inteligencia. Pero la hipérbole rabiosa nos asusta y, en nuestro pánico, tomamos decisiones políticas costosas, pero de pobre impacto. El acuerdo de París, por ejemplo, le costará al mundo entre 1 y 2 billones de dólares por año hasta 2030. Sin embargo, logrará menos del 1% de las reducciones necesarias para alcanzar el objetivo de 1,5°C. Y ningún país importante está en vías de cumplir sus promesas.

Concentrarse excesivamente en el problema del clima, en un mundo lleno de problemas, tiene otro costo. El COVID-19 nos mostró cómo el hecho de preocuparnos fundamentalmente por el clima nos deja mal preparados para todos los demás retos globales.

Los pobres del mundo siguen luchando contra el hambre, la pobreza, la muerte por enfermedades fácilmente curables y la falta de educación. Y estos retos tienen soluciones para las que nuestro dinero puede ayudar mucho más. Gastando solo una milésima parte del costo del acuerdo de París se podría salvar a más de un millón de personas de morir de tuberculosis hoy en día. Podríamos hacer más de mil veces el bien de esta manera.

Del mismo modo, podríamos hacer mucho más a un costo sustancialmente menor ayudando a los niños a salir de la desnutrición o mejorando el aprendizaje en las escuelas. Podríamos abordar la mayoría de los principales problemas del mundo con una fracción de lo que estamos gastando en el clima.

El Día de la Tierra reafirma que debemos preocuparnos por el planeta y sus habitantes y nos recuerda que debemos hacer frente al clima. Pero tenemos que hacerlo de forma más inteligente y eficaz. No debemos continuar con –y desde luego no aumentar– las subvenciones masivas a la energía solar, eólica y a los coches eléctricos ineficientes. En su lugar, tenemos que gastar mucho más en innovación verde. Si podemos innovar el precio de la futura energía verde por debajo de los combustibles fósiles, entonces todo el mundo cambiará a la energía verde.

Hagamos que el Día de la Tierra no se centre en el alarmismo climático exagerado, sino en soluciones eficaces. (O)