El presidente Lasso, acompañado por un escueto grupo de colaboradores, visitó los países del Río de la Plata. Hay que reconocerlo, el “frente externo” es uno de los más sólidos de este gobierno. Después de las tristezas de Semana Santa alegró ver que se retomara una agenda liberal, negociando aperturas comerciales con Argentina y Uruguay. El mandatario tiene razón al decir que nuestra economía es complementaria de las de esas naciones. Pero, enseguida, saltaron retrógrados proteccionistas para decir que facilitar la importación de productos ganaderos será el fin de la producción láctea y cárnica de Ecuador. Pero en el supermercado ahora, gracias a los nuevos acuerdos de libre comercio, se pueden obtener vinos de muchas procedencias a precios razonables. Me sorprende encontrar entre tan rica oferta algunas marcas ecuatorianas. Probado el producto es de similar calidad a los extranjeros que cuestan más o menos lo mismo. ¡Y han surgido en los últimos años! ¿Inversionistas locos o vinateros fanáticos? Gente que tiene algo de ambas cosas, en todo emprendimiento son indispensables la audacia y la fe.

Para reforzar estas impresiones reabro las páginas de Frédéric Bastiat, uno de los padres del liberalismo moderno, al que recordaba como un adalid que la emprende a mazazos contra el proteccionismo. Y así es, cuando habla del libre comercio, cada párrafo es contundente. Entre decenas de argumentos escojo este: “La competencia hiere sin duda, a menudo, nuestros intereses individuales e inmediatos, pero si se tiene en cuenta el interés genérico de cualquier actividad, el del bienestar universal (...), el del consumo, se verá que la competencia juega, en el orden moral, el mismo papel que el equilibrio en el orden material”. El fin de la producción es el consumo, pero con frecuencia se olvida esta tan obvia condición.

Estaba, pues, “hecho una pascua”, pero seguí la revisión de Bastiat y la alegría se desvaneció. A más de este importante aspecto del libre comercio, Ecuador avanza poco o nada en los otros factores que deberían reformarse para lograr una sociedad liberal próspera, que la felicidad de los ciudadanos no sea coartada por el burocratismo, las exacciones, las limitaciones a la creatividad y a los sueños. En todos los países de América Latina todavía se cree que a través de leyes se puede decretar la igualdad y el bienestar de toda la población, para lo cual hay que sablear a los que producen. Sobre esa base está edificado nuestro Estado, que ha trastocado el sentido de la ley, que debería ser la defensora de los derechos, pero se ha vuelto creadora de derechos, como si esto fuese posible ¿Cómo saber si una ley es justa? Responde el genial bayonés: “Muy sencillo. Hay que examinar si la ley quita a unos lo que les pertenece para dárselo a otros a los que no les pertenece. Hay que examinar si la ley perpetúa en beneficio de un ciudadano y en detrimento de los demás, un acto que ese ciudadano no podría realizar por sí mismo sin cometer un delito”. ¿Estamos encaminándonos a cambiar esa orientación viciosa de las leyes y el Estado? No y probablemente hayamos perdido ya la mejor oportunidad del siglo para hacerlo. (O)