El hombre que consiguió, sin ser político, que millones de ecuatorianos gritaran “¡Lupo presidente, Lupo presidente!”, emocionados hasta la médula frente a una pantalla de TV la noche del 7 de septiembre de 1983 -y también luego, al ir a recibirlo como a un héroe en el aeropuerto de Guayaquil, al retorno de Buenos Aires-, es el mismo que siete años después de desatar ese bullicio nacional decidió que lo mejor era retirarse en el silencio más absoluto. La figura pública que despertó admiración y afecto por su desempeño descomunal, con base en garra pura y valentía en un 2-2 contra la poderosa Argentina por la Copa América, emigró a Estados Unidos casi en la clandestinidad. Pero ya había sembrado su recuerdo eterno en la memoria colectiva. Y aunque la tesis de algunos periodistas jóvenes es que antes de las clasificaciones a los mundiales ningún futbolista de Ecuador tenía personalidad, ese justamente fue el atributo que Lupo Quiñónez derrochó en el Monumental de River Plate.

Él solo fue toda la ofensiva tricolor, mientras sus diez compañeros resistían atrás, atrincherados. Convirtió un gol y además fue el autor intelectual del otro tras protagonizar la escapada en solitario más larga, electrizante e interminable de un delantero de la Selección. ¿Cuántos metros corrió Lupo hasta llegar a quedar mano a mano con Ubaldo Fillol y recibir una falta penal del arquero campeón del mundo? ¡Todos los metros! No tenía fin la carrera y tampoco parecía tenerlo el griterío enloquecedor en Ecuador por esa acción. El temible Tanque de Muisne arrasó a zagueros avezados y mañosos, no les dio tregua. Al esmeraldeño, que se agigantaba cuando vestía el uniforme nacional, no lo asustaron las amenazas de muerte que recibió de los centrales Enzo Trossero y Roberto Mouzo en cada visita suya al área albiceleste. ¡Cómo lo iban a espantar si durante casi un lustro se entrenó contra el miedo al convivir con fantasmas en la antigua concentración del viejo estadio Capwell! De visita en Guayaquil, Lupo cuenta esa y otras anécdotas.

Algunos excompañeros suyos dicen que vivir en el viejo Capwell era cosa de valientes porque ahí había fantasmas. Esa fue su casa.

Publicidad

Tuve la gran suerte de llegar (en 1975) a Emelec y vivir en la concentración del Capwell y sí, ahí había fantasmas y hacían asustar hasta de día. Cuando yo salía para comer, al regresar sentía que caminaban, que tiraban las puertas y que se movía todo. Revisaba y no había nada y no me quedaba más que entrar porque ahí era donde yo vivía. Daba mucho miedo estar ahí.

¿Y no le daban ganas de salir corriendo de ahí?

Yo me arrodillaba, rezaba y me encomendaba a Dios; y de ahí, a meterme a la cama y arroparme de pies a cabeza. ¿Qué más podía hacer? No podía ir a otro sitio porque ese era el único lugar que tenía para dormir. Además, no tenía un compañero que viviera cerca y que me auxiliara dándome posada hasta el día siguiente. Gracias a Dios todas esas cosas, y trabajar duro, me sirvieron para superarme y para salir adelante.

Publicidad

¿Cuántos años vivió en la concentración del Capwell?

Unos cinco años. Asustaban de día y a toda hora. Yo creo que era el fantasma de (George) Capwell (risas).

Publicidad

¿O sea que cuando Emelec fue campeón en 1979 usted todavía vivía en el estadio?

Ahí seguía viviendo. Había muchachos como Ubaldo Quinteros, Miguel Cedeño y Stewart Quinteros que venían de Esmeraldas. Pero por poco tiempo estuvieron ahí porque tenían familiares en Guayaquil y al final se desaparecieron de la concentración (bajo la tribuna de San Martín). Pero el que seguía ahí solo era yo.

Al final usted les ganó a los fantasmas del estadio.

A los fantasmas vivos y a los fantasmas muertos (risas).

Publicidad

¿Fantasmas vivos?

De esos había muchísimos. Pero gracias a Dios siempre encontré buenos grupos en Emelec y en Barcelona. Nunca hubo discriminación ni problemas. Siempre me uní a los grupos, caí bien al grupo y siempre me entregué.

Mouzo y Trossero no eran fantasmas, pero le juraron que lo iban a matar.

Pude estar, por fortuna, en esa Copa América de 1983 cuando nos enfrentamos a Argentina en Buenos Aires. Tenían una tremenda selección y me tocó enfrentar a Mouzo y a Trossero, defensas fuertes y técnicos. Pero se encontraron conmigo, que estaba joven y tenía muchas ganas de triunfar, de hacer las cosas bien, de ser conocido.

¿Qué más le decían ese par?

Mouzo y Trossero sufrieron conmigo y me hicieron sufrir. Pero al final el menos sufrido fui yo. Los tenía encima, yo les daba con todo porque también me dieron con todo lo que tenían. Me tiraban al suelo, me pisaban, me maltrataban, me insultaban, pero cuando los agarraba los dejaba sangrando. Parecían boxeadores. Me decían: ‘¡Negro, ya no corras más! ¡Te vamos a matar si sigues corriendo! Yo les decía: Vamos a ver quién es el primero que se muere. Seguí haciendo mi trabajo porque andaba muy bien físicamente.

¿Cuando dice que nació antes de tiempo es broma?

Lo digo en serio. Nací con anticipación. Quisiera tener 30 años menos y si me dijeran qué quieres hacer, sería futbolista otra vez. Para poder salir al extranjero, trabajaría y me sacrificaría como lo hice siempre. Ahora los jugadores nacionales tienen más chances de irse. Ahí se mejora en lo económico, en lo futbolístico y se crece mentalmente.

Usted hizo en el Sevilla una prueba, pero estaba fuera de ritmo porque no jugaba desde agosto de 1982, tras la huelga de Emelec. ¿Lo frustró no quedarse?

No fue tan frustrante. Tenía seis meses de para pero estaba mentalmente fuerte. Cuando fui, entrené y lo hice bien. Tanto que me pusieron con el primer plantel y en el segundo. Por fortuna, el presidente del Sevilla dio el sí para mi contratación, pero no se dio porque el presidente del Manta le dijo una cantidad al empresario y cuando vio que yo me podía quedar subió el monto y eso truncó mi opción de jugar en España (en 1983).

Cuando se acabó la huelga los dirigentes los multaron por no presentarse ante 9 de Octubre y así redujeron la deuda. Eso no se podría hacer ahora.

No se podría y no se debería. Emelec nos debía premios y como tres meses de sueldo y las posibilidades económicas de algunos de nosotros no eran buenas. Munir Dassum era muy buena persona y era mi padrino, y fui a decirle que necesitaba que me paguen. Me ofreció que lo iba a arreglar, pero no ocurrió. Cuando nos fuimos a la huelga se molestó conmigo y me dijo ‘yo lo quiero a usted y lo aprecio, pero yo esperaba que me viniera a decir que se iban a la huelga’. Le aclaré que no podía dejar a mis compañeros mal parados. Me dijo que por eso me iba a dejar fuera de Emelec. Salí de ahí y fui para el Manta (inicios de 1983). Al año siguiente Carlos Coello Martínez me preguntó si me interesaba ir a Barcelona. Le dije que por supuesto. Él contactó a Isidro Romero y con él arreglé mi vinculación a ese club.

Alberto Spencer lo dirigió en Emelec (1976). ¿Qué aprendió de él?

Siempre me aconsejaba. Por ejemplo, cómo perfilarme para recibir el balón, cómo saltar para cabecear, cómo correr en el área. En todo el tiempo que estuve en Emelec, donde viví mis mejores momentos como futbolista, tuve buenos entrenadores. Tuve a Hugo Bagnulo, que era un DT 100% exigente. Si las cosas no salían bien en diez o 20 intentos, tenían que ser en 25 o 30, o hasta que salga. Esas cosas son las que me dieron la oportunidad de aprender, de educarme futbolísticamente.

Usted nunca hizo declaraciones contra nadie. Siempre, hasta en los malos momentos, parecía relajado. ¿Cómo alguien tan aguerrido en la cancha era tan pacífico fuera de ella?

Porque siempre traté de juntarme con personas de las que pudiera aprender. Intenté estar siempre con gente que no me dejará cosas malas. Incluso ahora aún creo que de lo malo puedo obtener cosas para aprender. Me he mantenido siempre derecho y sin problemas con las personas que quiero y respeto. Si una persona dice algo malo en contra mío debo entenderlo y suponer que debe estar pasando por algo grave y que en su sano juicio no diría cosas negativas de mi. Trato de aprender de todos. Así lo hice en el fútbol y así lo sigo haciendo en la vida.

El grito “¡Lupo presidente!” se hizo clásico. ¿Le habría gustado ser presidente?

(Risas) De Ecuador no me habría gustado serlo porque la política anda equivocada, pero sí de un club de fútbol. Habría luchado por crear una buena agremiación para que pelee por muchos jugadores que al retirarse quedamos, y soy parte de la estadística, fuera del sistema futbolístico y fuera de todo. Hay muchos exfutbolistas desplazados y abandonados. Ojalá pudiera unirme a un grupo que haga ese tipo de trabajo.

¿Por qué se fue en silencio?

En 1990 mi último equipo fue Filanbanco. Hubo un par de partidos en los que no me salieron bien las cosas y sentía que yo ya no estaba a la altura de los demás. A Carlos Coello le conté que me iba a retirar y me preguntó si estaba seguro. Le dije que sí y que me iba a EE.UU. Me ofreció hacerme un juego de despedida y se lo agradecí de corazón, pero le aclaré que no quería porque la gente iba a decir ‘Lupo se está muriendo de hambre, Lupo esto o Lupo lo otro’. Se acabó todo y me fui de un momento a otro. Me fui como si nada hubiera pasado, como si nunca hubiera hecho nada y como si nunca hubiera sido un futbolista.

(D)