Pasaron seis años, unos están presos, otros ancianos y retirados, algunos más, muertos; y todos desacreditados socialmente. Han pagado el precio de su codicia: no son libres de mirar a la cara a la gente, están marcados. Ninguno de ellos, los capturados en la redada del FBI y la policía suiza aquel amanecer del 27 de mayo de 2015 (seis años hoy), logra explicarse cómo Walter B. (así lo llamaremos) logró evadir el gigantesco cerco policial en torno al lujoso hotel Baur au Lac, sobre el lago de Zúrich. El mal llamado FIFAgate –en verdad Conmebolgate– se llevó puestos a decenas de dirigentes futbolísticos acusados, juzgados y sentenciados por corrupción. Los cargos: soborno, fraude y lavado de dinero. El nido mafioso se construyó bien al sur de la América del Sur.

Walter B. ocupó durante veintinueve años un puesto de enorme importancia en Conmebol, de ahí que sus compañeros de enriquecimiento, mientras eran metidos en camiones celulares con pantalones a medio abrochar y en pantuflas, se preguntaban si Walter B. también había caído. Porque no lo veían entre los esposados. Una vez en sus celdas, sus abogados les pasaron la lista de detenidos y tampoco figuraba Walter B. Sin embargo, él estaba alojado en el hotel, como ellos, habían compartido la cena y estado conversando hasta la noche. ¿Qué fue de él…? Nadie supo.

Hubo otro que zafó del barrido policial: Alejandro Burzaco, presidente de Torneos y Competencias. Según refirió el diario suizo Le Matin, Burzaco había bajado muy temprano al desayuno y estaba entre el café y las medialunas; cuando advirtió el gigantesco operativo, en lugar de alterarse y salir corriendo permaneció inmóvil en su mesa, pidió más café; flemáticamente dejó que el tiempo transcurriera y, cuando todo hubo terminado, se levantó y se fue. Tiempo después se entregó a la justicia en otra ciudad suiza. Y sigue confinado en Estados Unidos. Lo estará por un tiempo largo pese a avenirse a cooperar con la fiscalía.

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En cambio, Walter B. no estuvo un solo día preso ni se entregó. La orden de captura internacional lo incluía también a él. Pero siguió viviendo normalmente. Un poco más agitado, eso sí. Envejeció diez años en cuatro. Desapareció de la vida pública y social, se recluyó en un campo. El FBI irrumpió en el Baur au Lac, de rigurosas cinco estrellas, antes de las seis de la mañana de aquel miércoles 27 de mayo. Absolutamente nadie vinculado a la FIFA abrigaba la mínima sospecha de una acción en contra de sus directivos ni el terremoto que desataría en el fútbol mundial. La Oficina Federal de Investigaciones de la justicia estadounidense eligió esa fecha porque se realizaría un congreso de la matriz del fútbol y nadie falta en esas pomposas ocasiones con gastos pagos, buenos viáticos y negocios por abrochar. Allí, la pelota es una excusa. Un oficial se presentó en recepción y entregó una lista, pidiendo las habitaciones de una veintena de dirigentes. El empleado intentó alegar en favor de la privacidad de sus huéspedes, pero enseguida comprendió que estaba frente algo muy grande, muy grave y colaboró sin chistar: anotó los números de los cuartos de cada uno.

Era muy temprano. El Congreso arrancaba a las 9, la mayoría dormía o estaba en proceso de levantarse y ducharse. Cuatro hombres estaban destinados a cada cuarto, tocaban timbre y, cuando salían los “dignatarios” del fútbol, les mostraban la orden de arresto.

—No, pero yo… No puede ser.

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—Tiene tres minutos para vestirse y venir con nosotros.

—Pe… pero, es un error, yo soy el presidente de…

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La detención no debía ser violenta, sí rápida y enérgica. A más de uno lo sacaron en pijama. Directivos de las 211 asociaciones futbolísticas del mundo comenzaban a bajar para el desayuno. En minutos, el lobby del hotel se transformó en un maremágnum. Ya estaban casi todos los acusados subidos a carros policiales, faltaban Burzaco, a quien desconocieron en el comedor, y Walter B., quien no respondía en su habitación. Los agentes del FBI tenían la 408 como pieza de Walter B., tocaron insistentemente a su puerta y nada. Bajaron a corroborar el número y estaba bien. Insistieron, nada. Exigieron al conserje que abriera con otra llave, lo hicieron y nada otra vez, el cuarto estaba completamente vacío. ¿Habría abandonado el hotel…? No, dijo el recepcionista, su cuenta estaba abierta. De pronto se percató de que había habido un cambio que no estaba cargado en la computadora: el pasajero reclamó el día anterior por un problema en su tina, perdía agua y, como tardarían en repararla, se lo solucionaron de otra manera:

—No se preocupe, lo cambiaremos de habitación.

Le asignaron la 821. Hacia ella volaron los oficiales del FBI.

A todo esto, Walter B., ya cambiado y listo para acudir al desayuno, escuchó un bochinche abajo, se asomó por la baranda de la escalera y percibió un frenético movimiento, cantidades de efectivos policiales, que se llevaban a sus pares y, en un segundo, calibró toda la situación, entendió que estaba en peligro: entró en su cuarto, sacó el pasaporte, el dinero y volvió a salir. Cuando se dirigió a los ascensores vio que dos de ellos estaban subiendo. No tenía más tiempo, ¿qué hacer…? Frente al pasillo, junto a un enorme ventanal había un cortinado que llegaba hasta el suelo. Se escondió tras él, permaneció congelado y silencioso, tratando de contener la respiración mientras escuchaba cómo golpeaban a la puerta de la 821 y hablaban nerviosamente. Nunca entendió el inglés, menos el francés, pero no era necesario: venían por él. Luego llegó alguien más y oyó que abrían e ingresaban en su cuarto. Sudaba detrás de las grandes cortinas. Los agentes salieron diez minutos después sin encontrarlo, escuchó abrirse la puerta de un ascensor y cesaron los ruidos. No obstante, él estaba decidido a seguir escondido, esperar y aguantar el tiempo que fuera necesario.

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A la hora le pareció que había calma en todo el hotel, se asomó y no vio a nadie en los pasillos, miró por la baranda y abajo el lobby estaba tranquilo. Tomó por las escaleras y bajó; se recompuso, pispeó la recepción del hotel y vio poca gente. La razzia había terminado, los dirigentes estaban en el salón del desayuno o en grupos más allá, comentando el suceso más bochornoso de la FIFA en sus 117 años de historia. Walter B. se hizo de valor y caminó despaciosamente hasta la puerta de entrada, tratando de dar siempre la espalda a la recepción. Ganó la calle, hizo un par de cuadras y pidió un taxi: “Al aeropuerto”. Una vez allí, se informó del primer vuelo hacia España. Era en tres horas. Compró un boleto en efectivo, esperó en un baño para no hacerse ver y, cuando se anunció la partida, embarcó. Llegó a Madrid y consultó por un vuelo a su país. “Mañana”, le dijeron. Hizo toda la misma operación, pero no voló directo a su ciudad sino a otra; y volvió a su casa por carretera en un auto de alquiler.

Meses después llegaría la orden de captura a los juzgados de su país. En distintas partes del mundo, todos los involucrados fueron capturados, salvo él. La justicia de su país es menos rigurosa que la norteamericana. Y que otras. De los millones que hizo en el fútbol, Walter B. invirtió seiscientos mil dólares en jueces y fiscales y su extradición nunca llegó a efectivizarse. Ni se trató, murió cajoneada, algo que los magistrados hacen igual que esos delanteros que llevan la pelota hasta el banderín del córner y la pisan para dejar correr el tiempo cuando van ganando y faltan dos minutos. Terminó el partido y sacó el resultado adelante. Sus pares del comité ejecutivo hasta hoy no entienden cómo nunca fue arrestado ni “cooperó” con la justicia. Sus amigos lo rebautizaron como el Gran Houdini.

Cualquier director de cine filmaría su historia. (O)