Ya está todo: el país, las sedes, los estadios, los grupos, las fechas. Solo falta esperar el 20 de junio; esa noche en Atlanta, Georgia, Argentina y Canadá o Trinidad y Tobago pondrán en movimiento la pelota. Será el inicio de la 48.ª Copa América de la historia, la bellísima saga que comenzó en Buenos Aires en el invierno austral de 1916, en un momento trágico del mundo. La Gran Guerra se había cobrado ya nueve millones de vidas en Europa. Los campos de Francia eran un gigantesco charco de sangre. El 1 de julio de 1916 se desató una carnicería humana al norte de París: la sanguinaria batalla del Somme. Fue una catástrofe: solo las tropas británicas sufrieron ese primer día 57.740 bajas, la mayor pérdida en combate del Reino Unido en toda su historia bélica (que no es breve). Veinticuatro horas después, a 11.000 kilómetros hacia el sudeste, diez mil entusiastas aficionados acudían al coqueto estadio de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires (no de La Plata), en el barrio de Palermo, para ver Uruguay 4 - Chile 0, el primero de los 837 partidos que componen la Copa América hasta ahora. Señoras emperifolladas y con sombrillas, caballeros con traje y sombrero bombín, tribunas con visera a la inglesa. Alaridos desgarradores allá, alborozados gritos de gol acá. Hoy, más de un siglo después, parecerá increíble, pero muchos uruguayos cruzaron el río color de león para ver a la Celeste. Se viajaba en el vapor de la carrera, que salía de Montevideo a las diez de la noche y llegaba a Buenos Aires a las siete de la mañana. Solo se precisaba el boleto, no se hacía migraciones entre Uruguay y Argentina. “Era como tomar el tranvía”, describió el genial Diego Lucero.